Un
adolescente brillante busca el reflejo de su orgullo trabajosamente labrado en
los ojos del padre, que tiene la vista llena de amor y sufrimiento por su viva
encarnación, que no es el adolescente brillante. Así, el encandilamiento por el
uno provoca cierta ingenuidad en la justicia del padre hacia el hijo que no
encuentra en su mirada el merecido reflejo de su orgullo. Ello le confunde y
proyecta la frustración en el ojito derecho, que por mimado algo de aprovechado
tiene. Y, en la fuerza de su orgullo, le hiere en peleas emocionales. Lo cierto
es que él, íntimamente convencido de su brillantez, se siente doblemente herido
por la falta de correspondencia del padre encandilado y su propia ofuscación
vertida hacia el ojito derecho. Unos y otros quedan heridos, y con el tiempo
pierden de vista esos ojos que deseaban tanto el mimado como el orgulloso. El
mimado queda con una fuerte cojera que surcará años de su vida, y el orgulloso
pone tierra de por medio para establecer el mapa de un nuevo territorio. Transcurre
parte importante de la vida y el orgulloso ha plasmado en tierra firme y, para
él, celeste, su brillantez con la creación de un nuevo reino en el que
procurará no perderse por el encandilamiento ante la solicitud de sus ojos, en
la búsqueda de dar el cariño como pudo aprehenderlo de aquellos ojos, pero sin
olvidar que el más amado también fue hijo del amor encandilado. Ve en
lontananza, a través de reflejos indirectos; escucha a través de cariñosas
palabras mensajeras, sobre la cojera del ojito derecho. Los años han hecho de
él un hombre que ha dejado atrás con dolor, reflexión y sacrificio su
ofuscamiento y, por fin, puede y quiere ejercer de hermano. Lo hará con visión,
aquellos ojos que no vieron de su padre pero en los que él sí vio lo que su padre
no creía ver. Porque quererlos, los quiso a todos, como ahora los quiere él al
hacer justicia poética poniendo, cariñoso y cobijante, un vendaje al ojito
derecho que ya empieza a salir, también, de su propia ofuscación.
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