sábado, 29 de julio de 2017

El suicida barcelonés


Junto al mar calmo del puerto, entre transeúntes lugareños y turistas accidentados, reflexiona inspirado por la brisa suave que corre en el verano de la urbe. Recuerda una vieja canción, susurra poemas escritos en su juventud a la belleza imposible, todavía grabados en su mente. Se acerca al borde y puede ver nítidamente el agua sucia del puerto chocar suavemente con el límite  de tierra firme. Vieja canción de nostalgia por sueños no conquistados, que ahora le vienen al oído en forma de gritos de traición a la propia esencia. El sueño de ser uno. Poemas escritos al amor que nunca tuvo. Exhala un suspiro y se tira al agua.

Una turista, oronda y redonda, se tira a por él. Casi que hay que salvarlos a los dos. No se sabe si lo hunde o lo funde. Tal es su vehemencia. De forma que un italiano musculado se quita la camiseta y se lanza a por ellos. Los saca del agua, con una amplia sonrisa de salvador. Exhibe musculito y presta los primeros auxilios a nuestro aparente suicida, que retoma la conciencia ante los labios de tal atlético galán. La turista accidentada ha quedado de lado, suspirando impotente ante las flechas de Cupido que trató de conquistar en su viaje a las húmedas profundidades. Porque el suicida aparente vuelve a palpitar ante el rostro latino y casi le susurra unas líneas de un largo poema del imperio romano, pero en su lugar le canta el himno del primer equipo de fútbol italiano que le viene a la mente, y sellan la noche compartiendo una pizza, y se rozarán y se amarán en el apartamento para guiris que comparte con otros dos maromos, respetuosos ellos para con la primera noche de masculino amor de nuestro antaño desnortado suicida barcelonés.

domingo, 2 de julio de 2017

El valiente, la bestia y el oráculo


Un pequeño lugar. Almas que viven en salvaje libertad. Joven y fuerte, Juan aparta su mirada del fuego de la chimenea y se despide con voz seca de su mujer. Siempre fue un hombre de apariencia áspera y fondo tierno.

Con la escopeta a cuestas, saluda a la salida de la aldea al viejo Siabin, hombre curtido en mil batallas cuyo consejo es un oráculo sobre el futuro. Advertido por aquellos que le pidieron auxilio, orientado por el anciano, sube por la carretera hacia el monte frío y nevado. Hay un ciervo muerto a un lado de la carretera. Le sobrepasa un todoterreno y da un respingo. Se centra y se adentra entre los matorrales hacia la verde naturaleza vestida de blanco. Camina un buen rato, el silencio ya no lo altera ni el más valiente animal. Ve cerca el pequeño sendero oscuro que le indicó el viejo Siabin y sabe que el momento se acerca. Sostiene con firmeza la escopeta, penetra en el camino en busca de los retoños, a sabiendas de que allí estará, negra en la inmensidad de su cuerpo, la bestia custodiando. Los ve, niños de alma secuestrada en calma aterrorizada, silenciosos. Y ahí que aparece el temido enemigo. Descarga la escopeta: un tiro, dos, tres… cae al suelo zarandeado por la bestia. Ciega de rabia. Él recuerda el oráculo del viejo y, a merced de la ciega fuerza bruta, lanza una mirada nítida de ternura a los retoños. Sonríen, salen de su letargo y empiezan a gritar al fiero animal, que hace esfuerzos por cubrirse los oídos, pierde la orientación, el equilibrio y, finalmente, cae. El valiente se lleva a los retoños de vuelta, y el viejo Siabin, cuando los ve regresar, esboza una pícara sonrisa, sabedor.