sábado, 17 de febrero de 2018

Experiencia


En su juventud floreciente, Carlos elaboró grandes sueños en su mente. Lo hacía mientras charlaba con los amigos a  la salida de un trabajo mal remunerado y duro. Se sentaban en un banco del paseo marítimo y, agradeciendo la brisa que les hacía sentir un poco más vivos, aventuraban planes, compartían opiniones y buscaban, entre todos, el medio de salir del submundo en que vivían.

Carlos, sin embargo, maduró en aquel ambiente gris y falto de promesas. Cuando alcanzó la treintena, era ya un vagabundo que no había tenido ocasión de aprender a leer ni escribir. La única vía que tenía para desarrollar sus sueños era el instinto vital, que se traducía en movimiento, supervivencia al límite y la calidez de una hoguera en compañía de conflictivos desposeídos a los que, gracias a su instinto, era capaz de sacar un gesto de afecto: una sonrisa amable, un golpe ingenioso.

Cuando llegó a los cuarenta años, Carlos era ya un hombre viejo, con unas facciones muy arrugadas que dibujaban un marcado carácter. Fue entonces cuando, al recoger unos zapatos viejos que alguien decidió abandonar a un destino incierto en una papelera, le reconoció un viejo amigo de la juventud. Sorprendido de que le observaran tan detenidamente, tantos años habían pasado, su espíritu adormecido vio cómo se le presentaba el viejo amigo. Su voz y sus gestos hicieron el resto para que el desafortunado vagabundo supiera de qué le hablaban. El amigo había tenido más suerte en la vida. Le había sonreído la fortuna y tenía un bonito piso en propiedad, familia y un buen trabajo. Se lo llevó consigo, hizo que le atendieran los servicios sociales y la fuerza de la amistad que un día creyeron sueño del pasado les llevó a dar largos paseos por las tardes, lo que suponía un estímulo añadido para Carlos en sus esfuerzos por entrar en ese mundo del arraigo tan extraño para él.

Su amigo tenía cierta facilidad para escribir, y él nunca había dejado de soñar. Además, su característico instinto para vivir le había llevado en mil ocasiones a bajar su ingenio del mundo de la imaginación al de la más resolutiva vida real. Y fue así que él le iba narrando sus andanzas, mezcladas con algún sueño de gloria, a su entrañable amigo, que tomaba nota y luego encajaba las piezas elaborando un bello texto en casa.

Pasó el tiempo y la narración de las andanzas del Carlos llegó a su fin, su compañero articuló un libro completo con las mismas y ambos estaban felices; el uno porque había conseguido que el amigo se reinsertase en la sociedad, el otro por haberlo logrado. No sabían qué hacer con aquella historia, sin embargo. Finalmente, Carlos se vio circulando de biblioteca en biblioteca, colegios, centros cívicos y residencias de ancianos, trasladando a unos y a otros sus experiencias. Sus últimos años fueron felices, porque la comunicación de sus vivencias provocaba un agradecido afecto por parte de su auditorio. Y así, en su temprana vejez, llegó a ser una persona muy querida que, lastrada por una dura vida, murió tras respirar henchida por última vez y dibujar su última sonrisa.

sábado, 3 de febrero de 2018

Barcelona


Pienso en la ciudad que me ha ofrecido tantos amaneceres, tantas tardes de paseos en sus calles. He visto a turistas atiborrarse de sidra en Las Ramblas, otros embelesados por la impresión de ver las obras de Gaudí y aquellos que se adentraron en barrios cucos de la ciudad, procurando impregnarse de su ambiente. Tuve yo, también, tiempos de atracción por lo exótico en esta ciudad, producto de una visión primeriza. El paso del tiempo me invitó a ver que no sólo existía el mercado de La Boquería o el parque Güell, y que quizá se me hacía más interesante escuchar hablar a alguno de esos incesantes turistas en su idioma nativo, verlos con sus fisonomías, ropas y gestos distintivos. Me adentré en la lengua del lugar, procurando no caer en el error de catalanizar el castellano ni castellanizar el catalán y fui, así, conociendo a sus gentes, con sus diferentes hábitos. Los barrios más acomodados, los barrios humildes y aquel más cultural. Viví tiempos de armonía y tiempos de tensión. Y, dándome cuenta  de que ya ha transcurrido un buen puñado de años, creo que esta ciudad ofrece los mismos amaneceres, las mismas tardes a una persona que sigue paseando por sus calles con la mirada distraída o atenta, pero cuyos ojos ven ya desde dentro este lugar que no es tan bello como lo pintaron, ni tan oscuro como algunos lo vean hoy, pero que, indiscutiblemente, cobra su propia aura para quien logra palpitar con sus calles. Un lugar que fue desconocido, hoy me resulta conocido y del que mañana seguro me quedarán cosas por conocer.