En su juventud floreciente, Carlos elaboró grandes sueños en
su mente. Lo hacía mientras charlaba con los amigos a la salida de un trabajo mal remunerado y
duro. Se sentaban en un banco del paseo marítimo y, agradeciendo la brisa que
les hacía sentir un poco más vivos, aventuraban planes, compartían opiniones y
buscaban, entre todos, el medio de salir del submundo en que vivían.
Carlos, sin embargo, maduró en aquel ambiente gris y falto de
promesas. Cuando alcanzó la treintena, era ya un vagabundo que no había tenido
ocasión de aprender a leer ni escribir. La única vía que tenía para desarrollar
sus sueños era el instinto vital, que se traducía en movimiento, supervivencia
al límite y la calidez de una hoguera en compañía de conflictivos desposeídos a
los que, gracias a su instinto, era capaz de sacar un gesto de afecto: una
sonrisa amable, un golpe ingenioso.
Cuando llegó a los cuarenta años, Carlos era ya un hombre
viejo, con unas facciones muy arrugadas que dibujaban un marcado carácter. Fue
entonces cuando, al recoger unos zapatos viejos que alguien decidió abandonar a
un destino incierto en una papelera, le reconoció un viejo amigo de la
juventud. Sorprendido de que le observaran tan detenidamente, tantos años
habían pasado, su espíritu adormecido vio cómo se le presentaba el viejo amigo.
Su voz y sus gestos hicieron el resto para que el desafortunado vagabundo
supiera de qué le hablaban. El amigo había tenido más suerte en la vida. Le
había sonreído la fortuna y tenía un bonito piso en propiedad, familia y un
buen trabajo. Se lo llevó consigo, hizo que le atendieran los servicios
sociales y la fuerza de la amistad que un día creyeron sueño del pasado les
llevó a dar largos paseos por las tardes, lo que suponía un estímulo añadido
para Carlos en sus esfuerzos por entrar en ese mundo del arraigo tan extraño
para él.
Su amigo tenía cierta facilidad para escribir, y él nunca
había dejado de soñar. Además, su característico instinto para vivir le había
llevado en mil ocasiones a bajar su ingenio del mundo de la imaginación al de
la más resolutiva vida real. Y fue así que él le iba narrando sus andanzas,
mezcladas con algún sueño de gloria, a su entrañable amigo, que tomaba nota y
luego encajaba las piezas elaborando un bello texto en casa.
Pasó el tiempo y la narración de las andanzas del Carlos
llegó a su fin, su compañero articuló un libro completo con las mismas y ambos
estaban felices; el uno porque había conseguido que el amigo se reinsertase en
la sociedad, el otro por haberlo logrado. No sabían qué hacer con aquella
historia, sin embargo. Finalmente, Carlos se vio circulando de biblioteca en
biblioteca, colegios, centros cívicos y residencias de ancianos, trasladando a
unos y a otros sus experiencias. Sus últimos años fueron felices, porque la
comunicación de sus vivencias provocaba un agradecido afecto por parte de su
auditorio. Y así, en su temprana vejez, llegó a ser una persona muy querida que,
lastrada por una dura vida, murió tras respirar henchida por última vez y dibujar
su última sonrisa.