Sentados ante una mesa del Café Oriental, ella me decía, con
la mirada húmeda, que el ayer no tenía nada para mí. Y, sin embargo, el ayer…
llamaba a mi puerta. Me giraba hacia atrás y lo veía allí, en forma de una
mujer veinte años más joven, dos noches y ya, parecía, una cuerda firme que nos
unía.
Por qué entró en el local con aquel desparpajo, sabiendo que
desafiaba el castillo de mi pasado, la construcción de una vida más pretérita
que un ayer que venía para convertirse en futuro, lo intuí en el corazón marchito
de Anaís y sus lágrimas, y se me reveló finalmente al darme la vuelta y ver
directamente sus ojos, aquella actitud de decidida espera, determinada y
determinante: Juliette. Dejé atrás el castillo que construyó mi vida y me fui
con la pluma que venía para escribir sobre mi cuerpo los episodios del futuro.