jueves, 24 de diciembre de 2015

Marisa a la busca


El sol salía en un hermoso amanecer el día en que Marisa vistió su cuerpo con un ceñido pantalón corto beige, y una estampada camisa blanca. Siempre le había gustado ser algo cuca, y de ahí su gusto por el diseño de bolsos.

El sol ya se había alzado lanzando la luz del mediodía cuando ella, subida en el bote de recreo que la conducía los días de mar calma a tranquilos paseos con su pequeño Julio, un chiquillo aprendiendo a descubrir dónde estaba el norte en la vida, se atusó la melena rubia y, en un repente desesperado, miró al marítimo horizonte. Suspiraba y emergía de ella una profunda reflexión ¿qué hago? Entonces, empezó a ser consciente de la respuesta: se había centrado en su trabajo y la educación del pequeño hasta tal punto que se había quedado sin márgenes para una vida propia. El estímulo de la ilusión en una nueva pareja, el circo de las amistades. Suspiraba por salir, por viajar, necesitaba renovar el sentimiento del tacto ajeno hacia su piel.

Llegada a casa, era la hora del almuerzo. Dejó al niño comiendo y no dudó en acercarse a la parcela de su vecino Miguel, fotógrafo de profesión, quien se prestó a escuchar su plan. Bella de por sí, se hizo unas fotografías en su bonito jardín, sin miedo a lucir, con un significado renovado, sus sugerentes piernas. Luego, dejaron al niño jugando bajo los cuidados de la empleada de hogar de aquel oportuno caballero y se fueron en el jeep de él a una cala, donde Marisa se soltó levemente el cabello que había recogido en una trenza, resultando de ello un moldeado algo desenfadado que mostraba su bonita espalda, ocultando como en todas las fotos un rostro que se convertiría en enigma, y finalmente, cuando la tarde ya declinaba, tomaron el camino de vuelta.

Con el pequeño jugando feliz ante ella en el salón, Marisa se puso a mirar las fotos en el ordenador. Luego, redactó unas líneas bien meditadas, un mensaje claro que definiera su perfil y aquello que buscaba encontrar. Y colgó lo uno y lo otro en un tablón de anuncios en internet.

Las respuestas oscilaron de lo soez a un estimulante tacto. Inundada de mensajes, optó por hacer una criba curricular, y finalmente se quedó con dos hombres a quienes ofreció la posibilidad de conocerse el fin de semana. Con uno, quedó el viernes en una céntrica pizzería. Conversaron amigablemente acompañados de un buen vino, y todo fluyó bastante bien. Sintió que aquel hombre podría aportarle la ilusión que buscaba recuperar, y con suerte despertarle el gusanillo que, una vez, le despertara su exmarido. Se despidieron y quedaron en llamarse al entrar la semana.


El sábado fue diferente: su pequeño pasaba la noche junto a su tía y sus primos, mientras mamá, decidida ya, buscaba un canguro de confianza. Entonces, sin embargo, no iba tan convencida a su cita, y fue lo suficientemente precavida como para no empezar por una cena: quedaron en un bar de copas. Él apareció con una cazadora de piel sobre una elegante camisa azul marino y pantalones vaqueros de color marrón. Daban firmeza a sus pasos unos zapatos negros. Se sentaron en una mesa, tras intercambiar unas miradas, unas palabras, unos gestos, acogidos por el aura de la música chill out. Iba cavilando ella, en su subjetiva comparativa entre el hombre que tenía delante y quien la acompañó la víspera. No pasaron de la segunda copa, pero la conversación se dilató hasta que cerraron el pub. Entonces, al salir, un trivial comentario de él cuando les había invadido la relajación del día que se despedía, le entró como una descarga que encendiera su llama interior. Se sintió afortunada al caer en la cuenta de que, aquel caballero, había hecho aletear de nuevo mariposas en su vientre.

sábado, 5 de diciembre de 2015

El pintor y su destino


Un día ventoso, frío y gris. Estaba algo triste: el invierno solía hacerle zozobrar. Llevaba todo el día encerrado, entre pinceles sin atinar a combinar el color adecuado en la paleta; las horas pasando despacio, la angustia invadiéndole en su soledad. Solía cumplir con su oficio como si de un ceremonial se tratara: bien ataviado, la larga melena recogida en una coleta mediante una goma de color intenso… La pausa para el té siempre era a las doce y a las cuatro.

Los días de creación transcurrían en la más absoluta soledad cuando, como entonces, se ocupaba de pintar paisajes. Hizo amistades entre sus modelos, no obstante, pues nunca recurría a fotografías: siempre observando del natural, tomando notas, trabajando con la memoria de la observación. Si bien bordeaba los cincuenta, había logrado que una modelo recién entrada en la juventud, de cuerpo formado, inquieta y con unas irrefrenables ganas de vivir, yaciese junto a él por puro placer cuando, había sabido a través de sus frecuentes conversaciones previas, mientras le pintaba la curva del seno o el hoyuelo de la sonrisa, tenía por costumbre ganarse la vida aprovechando su belleza a través de las artes del placer. Pintaba, o trataba de hacerlo, y añoraba el calor de la buena palabra o la caricia íntima; la observación natural de un bonito paisaje mientras respirara el aire puro.

Nunca se le vio perder la razón, lo que no le privó de gozar del buen vino y algún licor más fuerte. Su pequeño círculo siempre le apreció y, pese a creer haberse formado una fama de misántropo, era notoria su calidez. Cuando se hablaba del destino, él decía que una parte se la leyeron en las manos, otra a través de la inteligencia de un compañero penetrante y, el resto, decía, está por descubrir. Estaba, por ello, seguro de que ya había conocido al amor de su vida, y fue a una edad tan temprana que después se dedicó con arte a los placeres carnales; sabía que moriría solo, quizá pintando, quizá observando un bonito amanecer en lo alto del monte; pero no sabía si podría llegar a pintar la extrema belleza que su recuerdo conservaba del amor de juventud.


Se hicieron las cuatro y con ello la hora del té, lo removió con cariño mientras descansaba pensativo y, tras tomarlo, empezó a dolerle el pecho con intensidad creciente. Dejó la taza, cayó sobre el sillón y se desabrochó el cuello de la camisa. Respiraba trabajosamente, la cara le enrojecía ante el espejo, quiso tomar un pincel para esbozar la figura de la huella del amor sobre el hueco que dejaba el horizonte rosáceo del lienzo. Se le cayó el pincel, tiró el lienzo al intentar acomodar las piernas, y cerró los ojos angustiado. Entonces, cuando la vida ya se le iba, apareció iluminando las sombras de sus ojos la visión espléndida de su amada. La mejor creación de su imaginación le había llegado con su musa, que venía a a él para acompañarlo al final destino.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sedición


Enfundado en un galante traje negro, el caballero reflexiona, ajeno a los fastos de un carnaval que ya expira en los jardines de la casa. Sobre una roca fija su mirada, y ahí que va a posarse su zapato, torciendo su figura, que ahora apoya el brazo sobre la pierna mientras, con penetrante inteligencia, lanza su mirada al horizonte que ya anuncia la aurora. Una máscara llega impulsada por el viento a acompañarle. Se incorpora, la observa dar un par de vueltas como si de un leve remolino se tratara y la caza al vuelo. Observándola, se dice: “¡máscaras!” Aquello que en su juventud fuera un mundo poblado de virtud y camaradería, se ha torcido con el devenir de los tiempos, convirtiéndose en vicio sedicioso. Un padre recién desaparecido con quien todavía conversa a través del sueño y la memoria y todos a una buscaron el relevo en el longevo imperio de la costura y los viñedos. ¡Sedición! Camaradas derrotados por la fuerza del miedo.


Sólo hay un medio: el caballero se pone la máscara y vuelve al carnaval menguante. Los invitados duermen a su paso el opulento festín… una mujer alza la mano en busca de su copa, pero cae de nuevo rendida antes de dar el sorbo… y él se abre paso: atraviesa el vestíbulo; sigiloso, deja atrás el salón y, con gesto angelical, saluda a los guardias, que le rinden tributo. Su mente cavila con fuerza: desarmado, cerca ya de su dormitorio, le llega la valentía final. A las puertas, el último de los guardias vigila el descanso del padrastro traidor, quien difuminara con luz de gas la voluntad de una madre apenas reconocible. Títere y diablo duermen al otro lado de la puerta, el caballero da las buenas noches al vigilante y, tras ser correspondido, se para y le pide fuego. Un momento en que la mirada pierde su atención en busca del mechero y el hijo desheredado se lanza a por el arma del centinela último. Salvas de metralla, se hizo justicia y el traidor ya duerme el sueño eterno.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

Pequeña inquietud


Un día tormentoso de otoño, Alvar, caballero a medio camino entre el arte y la técnica, retocó la cornisa de su cuerpo con un simple gesto de la mano sobre el tupé. Pensativo, apagó la brasa del cigarrillo en el cenicero del escritorio y se levantó de su silla acariciando el respaldo de cuero. Dejando atrás proyectos y cuentas, se dirigió hacia la puerta que comunicaba el despacho con el salón. Cuando iba a abrirla, sonó el timbre del teléfono fijo, pero lo obvió.


En el salón, leía su joven hija, universitaria y rebelde, idealista vertiginosa que era el orgullo y fiel reflejo de su padre. Silencioso para no espantar al pajarillo, la observó desde la quietud. Y se quedó así un buen rato. Finalmente, ella alzó la mirada impulsada por un bostezo de su cuerpo y descubrió su figura. El padre sereno saludó a la hija fantasiosa, ella le sonrió y dijo un par de frases cálidas, y Alvar sintió un interno ardor de felicidad, que encauzó rodeando con el brazo la barra sobre la que giraba la escalera bañada en bronce que conducía al primer piso. Escuchó a su mujer dando un muy andaluz grito desde la cocina indicando que la comida estaba lista, respondió con voz segura, grave y contundente, y alzó la mirada intentando atisbar el inicio del pasillo del primer piso, donde se ubicaban los dormitorios, donde desde hacía tres generaciones había vivido su familia, y lugar en que había sido concebida la niña de sus ojos. El enfermero atravesó, tras un respetuoso gesto de saludo, el salón con el anciano abuelo en silla de ruedas, quien rechistaba como siempre suspirando por un cigarrillo. Una copa de vino, papá –le dijo Alvar-, una copa de vino con el almuerzo. Los cuatro por fin alrededor de la informal mesa en la cocina. Una sopa y, en el horizonte, paella de marisco que olía de maravilla. Llovía, la madre ironizaba, el abuelo escuchaba sin perder ripio mientras sorbía la sopa calentica, la hija alborotaba y Alvar, que un rato antes sintió un pequeño vacío en su despacho, moderaba con ecuanimidad reconociendo con gusto, en su interior, que ese pequeña inquietud que le provocó impulsarse a abandonar, un poco antes, sus tareas profesionales, no era otra que el ansia del cotidiano calor familiar.

domingo, 25 de octubre de 2015

Luz


La luz me impide verte con claridad al atardecer. Cuando, sentado en una cafetería, recibiendo el aroma del domingo que empieza a despedirse a través de mi cortado, te acaricio la pelambrera. Escucho tu respirar, intuyo el húmedo y caluroso vaho que exhala tu calor animal. Te acaricio de nuevo y emites un pequeño gemido de agrado. Luego, disfruto escuchando otras voces de otras latitudes en este centro nuestro cosmopolita. Vagamente, veo llegar la luz artificial del anochecer. Ha refrescado, mi cuerpo se enfrenta al peso del retorno con el poso de una dominguera tarde a la que, en mi gozo, envío palabras de gratitud en forma de despedida. Cojo la correa, y me dejo guiar por ti, lazarillo, de vuelta a casa. Farolas vagas, figuras animadas apenas distinguidas, se me va la vista y tu compañía es ya una amistad fiel y un vínculo necesario.

viernes, 9 de octubre de 2015

Don Juan Caído


Amanecía temprano en el reino del Don Juan caído. Desposeído del misterioso don de la seducción, la decadencia de la edad llegaba sin compañía. Caprichosa fue la conquista del vergel en los años de esplendor, cuando lucía cabello rubio, un cuerpo esbelto y la voz grave emanaba de sus labios carnosos. Ahora, tan solo le quedaba soledad y la nostalgia de quien no se quiere reconocer errado: ¿Qué fue de las deliciosas oportunidades que le ofreció el amor de enlazarse con virtuosas damas? Se cruzó, comenzaba a tomar conciencia de ello aquella mañana invernal, con mujeres hermosas que llegaban a la excepción por el detalle de una sonrisa celestial, turgencias oportunas a un día de furor… pero el corazón de Don Juan permanecía hermético en su deseo de alzarse con más trofeos. Hubo ocasión, la conciencia de Juan Caído empezaba a realizarlo nítidamente… sus ojos de repente despiertos lanzando una mirada al horizonte… en que las formas bellas se unieron de tal modo a un fondo virtuoso que sintió su habitual temperamento tambalearse. En la soledad de sus postreros años, recordaba que los versos de la seducción utilizados como puñales hubieron, un buen día, atravesado el único corazón que le reservaba la vida.


Mientras caía una lágrima de desdicha desde sus ojos antaño profundos y brillantes, cogió el cercano puñal y, asiéndolo con ambas manos, lo hundió en el fondo de su corazón, callando a través del acero una vida loada por muchos acólitos como diestra y únicamente la postrera leyenda conoció que sólo supo amar a través de un último suspiro. 

jueves, 24 de septiembre de 2015

Una figura luminosa


Un día encantador, en que el sol resplandecía y los pájaros gorjeaban contoneándose sobre ramas verdosas en árboles floridos, descansaba con el rostro felizueño de quien se sabe en un momento especialmente grato, quizá esas épocas de virtud que atraviesa uno tras haber discernido cómo funciona el entramado de su vida, ese laberinto que fue y ahora se convierte en sendero luminoso. De repente, se levantó sobresaltado: un golpe de conciencia le azotaba hacia la vida activa después del contemplativo descanso. Oteó el horizonte, miró a lo alto de una pequeña prominencia en el parque, donde jugaban unos niños con el balón e imaginó sus cuerpos llenos de barro. Volvió su mirada sobre los zapatos que vestía, descubriendo un cordón flojo que anudó nuevamente y se puso en pie. Ensanchó la caja torácica con un buen ejercicio de respiración y pensó en ponerle nombre a una rosa que, por azares, destacaba a su vista en el rosal que bordeaba el puente sobre el arroyuelo. Caminaba por el puente ya, con la vista cada vez más nítida sobre aquella colorida flora, y se preguntaba cuál sería el nombre de la rosa. De repente, le dio un pálpito y, pese a tener los ojos bien abiertos, se apareció ante su vista la imagen viva de una figura luminosa. Delirio o iluminación, quiso pensar lo segundo. Únicamente se podían discernir sus cabellos plateados, el resto era tan sólo una silueta animada llena de luz. Aquellas hermosas formas le susurraron el amor perpetuo y, por primera vez, supo el nombre de la rosa, que se le reaparecería ya, para siempre, en los momentos más inesperados de la vida.

martes, 8 de septiembre de 2015

Confluencia de sentido


Vida acelerada, mirada ansiosa;
preocupación y duda que siguen la brújula
de una vieja y sólida certeza.

Con la música mi pensamiento fluye hacia ti.
Pausada, ponderada, experimentada sin duda,
en la senda de la claridad
con un afianzamiento progresivo;
estilizada pincelada del género femenino.

Las primeras semillas brotan
de las tempranas lluvias de un inicio,
en una dichosa confluencia de sentido
con otra mente y otro cuerpo.

domingo, 23 de agosto de 2015

Frenesí


Mi cuerpo nervioso corría de regreso toda la avenida. No llegaba a tiempo, descuidado por una prolongada comida en una compañía que me llegó a provocar hastío, al bus que me condujera a mi sesión teatral semanal. Por lo menos, con el rollo del digestivo mientras escuchaba a aquel mejicano hablarme de cómo decorar el local de mi futura peluquería, había bajado la comida.

Corría pensando en Jesús y María, que estarían al borde de llegar a la cafetería de encuentro de nuestros queridos domingos. Vi una cabina de teléfono y sentí el impulso de acercarme. Impulso irracional: ya habíamos salido todos a la conquista del domingo. Me sudaba la camisa, pisé un charco, fruto de la lluvia del temprano otoño: se me manchó el pantalón y los zapatos quedaron húmedos. Seguía corriendo, invadido por cierto sentimiento de impotencia. Al cabo de unos minutos, vencido más por el ánimo que por el fondo físico, paré.

Respiré profundamente, exhalé un suspiro y pensé que había sido tonto al no caer en la cuenta de que, visto lo visto, podía gastarme un pellizco en coger un taxi. Se hizo la sonrisa en mi cara, y giré la mirada, de la avenida peatonal con grandes sauces, a la carretera. Horas centrales del día, había poco tránsito de vehículos. No era, sin embargo, cuestión de perder la esperanza. Caminando, ya, cerca del asfalto, próximo a una amplia plaza concurrida de ordinario, descubrí que el tránsito es capaz de despertar de la siesta. ¡Coches, coches! Vi un taxi llegando al paso de peatones y me atreví a adelantarme un poco. Una moto que no había visto, se me echo encima, descalabrándome. Deducido porque me levanté medio zombi del suelo, con el brazo dolorido y mareado.

Lo cierto es que se trata de un recuerdo vago y lo sé más por el detenimiento con que me contaron la historia después. Sí recuerdo que el puñetero taxi me acercó al hospital para que me echaran un vistazo. Del tío de la moto no volví a saber nada, salvo que levantó su herido caballo metálico y se largó pitando. Algo debía esconder para no querer cobrar del seguro. Como un personaje de comedia, seguía largando, mientras iba haciendo en mí efecto la sedación, mi historia a la sugerente doctora que había examinado mi dolorida mollera.

Al día siguiente, desperté en una sala abarrotada del hospital y empecé a rebobinar mentalmente. Cuando la enfermera del nuevo turno me vio espabilado, se acercó para decirme que me esperaba visita. Consentí en que pasaran y, ni madre, ni padre, ni esposa, ni hijos: ahí estaban los dos bandidos de mis amigos, que habían escapado al trabajo una mañana de lunes para contarme que no llegaron a entrar a la obra y luego se acercaron extrañados a la próxima casa de él en espera de una llamada… y turnaron sus sueños haciendo guardia en el hospital durante la noche: un rato duermes tú, el otro yo.


Parece que la sugerente doctora quien me examinara había tenido la agudeza de sonsacarme a quién contactar.

lunes, 3 de agosto de 2015

Odisea de garito


Sentado en el rincón oscuro de una barra de bar, entre personajes despedidos de la vida o que nunca tuvieron el coraje de entrar en ella, se recrea en el sonido de la guitarra calmante que viene de los altavoces. Que si una cerveza cortesía de la belleza de corrompida sonrisa, si salir un momento a la entrada del bar para hacerse partícipe de la tertulia de cigarrito.

 Va anocheciendo entre comparsas, y él va perdiendo la noción de las cosas. No hay tiempo, no hay lugar… más allá de este garito, ¿agujero sin fondo creado por el tiro de una bala traicionera en el centro de la frente? No hay tiempo ni lugar.

La belleza de corrompida sonrisa le ha estado acompañando a lo largo de la travesía de copas y charlas vacías, y, tras una primera gentileza, ya tiene su correspondencia en forma de un paquete de tabaco americano y un chupito, algo duro para calentar motores, pero nada de excesos. Ella, sobria, lo va cargando de sonrisas perdidas en su galanteo, y, cuando lo ve ya con el flanco descubierto, empieza a hacer juegos con su bolso. Le mira a los ojos, obnubilado parece ya, se hermosea un poco junto a la barra y vuelve a jugar con el bolso. Él, perdido en sus sonrisas, deja que ella le acaricie. Nuestro hombre ha perdido la cartera poco antes de caer inconsciente sobre la barra.

La vuelta a la conciencia es una salida del espejismo en medio, todavía, de una brumosa mirada alcoholizada. A tientas, hace un esfuerzo repugnado por salir del local, entre increpaciones por no pagar la cuenta. El camarero le insulta hasta que le ve alejarse, y él va sintiendo, de nuevo, el aire fresco y puro mientras una ligera llovizna va cayendo sobre su cabeza, sus hombros… y le provoca un estremecimiento que le hace despertar de nuevo a sí mismo. Le entra la necesidad de consultar el móvil, siquiera sea por tener una vaga señal de los suyos, y se da cuenta de que se lo han robado. Pero sonríe, porque el recuerdo reciente de los afectos que parecían perdidos resurge. Y sólo había sido por un tramposo acceso de escepticismo. 

domingo, 19 de julio de 2015

La entrada del cielo


Ojos cansados, de una vida que ya empieza a susurrar que se desvanece. Un cuerpo lánguido que hace repaso de su vida tendido sobre la cama. Una familiar le trae caldos reconstituyentes que consume haciendo esfuerzos. Intercambian miradas, la elocuencia en la mirada de la anciana quiere dar un claro mensaje de despedida. Pierde las energías, la familiar abraza el cuenco, lo último que tocó el ánimo de la difunta. Mira a través de los pequeños huecos de una persiana bajada, apenas logra percibir un leve brillo. Sin embargo, sabe que allí fuera es pleno día. Se enjuga las lágrimas, sale del dormitorio aún abrazada al cuenco, fuerte en su voluntad de recordarla en su última exhalación, y deja los temas de mortaja en manos del médico, que entra a dar fe de la defunción una vez ha captado el mensaje en la actitud resignada de la familiar que camina hacia la cocina, lava el cuenco con lentitud y dedicación y lo deja a secar. Desde allí, puede ella ver la plena luz del día cuyo brillo apenas percibió junto a la difunta. Sale a la terraza, mira en lontananza, agacha la mirada y, risueña, ve a unos niños jugando. Sopesa si quedarse a ver el circo del eterno velatorio. Mira a lo alto, al cielo, y queda deslumbrada. En su momentánea ceguera, recibe la elocuencia. Y atraviesa la sala, mira al médico que ha regresado agitado al salón y recibe su cómplice asentimiento para salir a airearse. El asfalto, en la calle, la devuelve al mundo: había estado acompañando a alguien a la entrada del cielo, recuerda. Y sonríe. 

miércoles, 1 de julio de 2015

Reconquista


La noche profunda, sueña él en un tranquilo descanso… un rapto y se agita: la armadura de sí mismo ante la selva humana y divina se está construyendo a base de esforzados pulsos con la tentación, una fácil opulencia o la tendencia al conformismo. Siente que aún no puede despertar, que la armadura no ha cubierto todo su ser, y sigue esforzado por dar forma, a través de gotas de su esencia, al acero de una existencia hacia la vida airosa. Resuelve dilemas profundamente asentados en su inconsciente, que ahora afloran a raíz de ese extraño rapto, fuerza del destino que tenía olvidada, latente para emerger en el momento adecuado lejos de artificios engañosos. Surgió con una nueva emergencia del instinto de supervivencia, la retomada conciencia de un camino hacia la plenitud mano a mano con la medieval damisela de coraje, instinto y convicciones. Como un tiburón blanco que enseña su aleta unos momentos para luego volver a la profundidad del mar, él se agita resuelto una última vez y entra de nuevo en calma.


Amanece, el destronado rey de la tierra despierta con voluntad de conquistar su territorio, ese espacio que una vez fue la amplitud de su felicidad, y recuerda, con fe, a aquellos que le guiaron y a aquellos que le trabaron. Por fin, como el gran tiburón blanco, abre sus fauces y pasa de la contemplación a la acción. Surca las tierras, blande su espada, besa a su amada. En un abrir y cerrar de ojos, lo que fue un dilatado letargo se ha convertido en palpitación y la mirada multicolor de, mano a mano, reina que encontró su trono, refleja un horizonte de arcoíris tras el que se intuye el Paraíso, ulterior descanso de la mujer encinta y el valiente que le dejó su simiente. Entretanto, bajo la luz celeste, viven su reinado afortunado.

martes, 16 de junio de 2015

Agua perfumada


Tararea la canción del anuncio mientras deambula por su habitación tras salir de la ducha arropada por una toalla blanca. Se dice a sí misma que todavía es bella como ese agua perfumada que, unas gotas ahora sobre su cuerpo tras dejar el frasco sobre la mesilla… el tapón verde esmeralda por los suelos…, le susurra secretos de longeva juventud. Se acerca a la ventana y retira con mucha discreción un poco de la cortina, una mínima expresión convertida en ranura que le permite ver el luminoso día de la plaza monumental, con sus grandes escaleras renacentistas. Eleva el cuello en una expresión de gozo y deja caer de nuevo la cortina y, de paso, la toalla para encontrarse a solas con ese agua joven que surca su cuerpo y la subida autoestima de una mañana que la eleva a bonito cisne. Se regodea acariciándose los brazos, moviendo los pies con gestos de bailarina y… despertando por fin a una mañana que tiene comprometida la aventura de un corriente paseo de dama de rancio abolengo por su turística ciudad italiana, a juego con el aire cuco de esta mujer que se resiste a perder la belleza, viste ropas delicadas, pendientes a juego con la exquisita gargantilla y sale a la calle embutida en un tacón alto de zapato rojo sin más gafas de sol que sus penetrantes ojos oscuros. 

sábado, 6 de junio de 2015

Evocaciones musicales


Me dijeron que no fuera a un concierto en vivo, de los que empiezan a las diez de la noche con un gentío ya borracho. Me dijeron en la chula tienda de música que comprara el álbum y lo escuchara tranquilamente en casa. Volví al hogar con una sonrisa dibujada en la cara y el peso ligero del CD en la bandolera.

Comí un poco de queso camembert acompañado de pan con tomate y una copita de vino: ya empezaba a hacerse de noche. Recargadas las energías, me puse el álbum en el equipo de música y empecé a evocar los inesperados tiempos de reencuentros. Viejas amistades aparentemente truncadas, los dos habíamos seguido nuestra vocación por caminos diferentes. Él, recordaba, era letrista de música, poeta y estudioso de las costumbres hispanas en el S. XVI; yo, me mantenía con un humilde empleo de dependiente en una tienda de ropa y escribía obras de teatro en noches insomnes.

Nada me hubiera hecho pensar que, pasados quince años, después de haber escapado yo, desengañado y hasta hastiado de aquella ciudad sin futuro buscando otras latitudes, nos encontraríamos en la terraza de un café a media tarde de un sábado, cada uno con su caña y la mirada absorta en la fauna urbana transeúnte, en busca, nos reímos después al revelársenos aquella perenne coincidencia de caracteres, de historias que contar. Apuramos varias cervezas a lo largo de la noche, recordamos a Leo y a su perro, y empezamos a desgranar lo que cada uno había podido averiguar de las vidas de los demás gigantes de nuestra promoción. Qué fue de María con sus medias coloristas cuando, los jueves, le tocaba cantar en un bar del barrio canciones de Chavela; de José, con su pluma de tinta azul escribiendo versos tras una copa de whisky con hielo mientras los demás bailábamos al son de rockera música nacional; o de Nuria, con su carrera por gastarse el sueldo en cafés que la pusieran a tono. El uno se había casado, la otra, se decía, se había ido a México y allí cantaba en un garito. José, dejó el whisky y se llevó la pluma y sus versos tras una cubana a La Habana… Todos, unidos en aquella época, revivíamos de nuevo en una feliz reunión a través de la conversación de aquella tarde con mi entrañable Juan. Y, sin embargo, el cabrón un día volvió a desaparecer con una rubia. Esta vez no era de Alcalá de Henares, el tío se había adaptado a los tiempos y engatusó a una rusa jovencita. Yo, en un repente, reaccioné con una noche disparada con una copa de aguardiente y escritura desenfrenada, de nuevo en la soledad del creador.


Y el álbum llegó a su fin: me dijo en otra ocasión un músico que no hay que buscar una concentración racional en la melodía, sino dejarse llevar por la fuerza de esta hacia la evocación.

jueves, 28 de mayo de 2015

Las noticias del buzón


Cada mañana, Agustín salía hacia el campo de entrenamiento con el interrogante de saber qué cartas habría en el buzón. Era habitual que le enviaran misivas del club deportivo. Respecto a los compañeros que conociera a través de sus viajes por los terrenos de juego nacionales, se trataba de gente con carácter fuerte, curtida a base de lucha pero poco letrada. Agustín agradecía las noches en que su padre le leía cuentos hasta que caía dormido en la cama, el interés que despertó aquella desaparecida figura familiar en él por cultivarse más allá de su irrenunciable sueño deportivo.

Así pues, pocas cartas podía esperar de entrañables compañeros de lances deportivos. Sin embargo, una ocasión en que creyó tener una lesión severa, fue atendido de urgencias por una doctora alicantina que, si bien le devolvió la confianza en su salud, le robó el corazón. Morena, media melena, ojos eternamente azules y penetrante voz suave. Dicen por ahí, recordaba él después, que más vale un instante auténtico que una eternidad de lo común. Sin embargo, él le dejó su dirección; ella le comentó que le escribiría. Y, así, el romance fugaz se convirtió en un idilio que descubría los estados de ánimo en la curvatura de la caligrafía en cartas que, por esperadas, encendían las esencias interiores del joven deportista.


Aquel día tocó carta. La leyó en el autobús de camino al entrenamiento, con la respiración agitada. Una escritura acelerada hablaba de trabajo en el extranjero, la encrucijada de acompañarla en la aventura o seguir en el lugar de sus raíces. Lo cierto fue que, cumplido el sueño de la pasión fugaz, tomó la determinación de seguir con la ruta que le había impuesto su vocación. Pasó toda la mañana observando a sus compañeros en pleno esfuerzo físico, y supo que, como ellos, las elecciones empezaban a convertirle en un hombre moldeado a base de sacrificios que no difuminaban la incerteza del futuro.

viernes, 15 de mayo de 2015

Una Harley echa raíces


Una vida a salto de mata, de las cálidas costas del levante al lluvioso norte gallego. Llega un momento, al llegar con su Harley a Finisterre, tras comer unas ostras en un chulo restaurante, en que siente que, pese a que el mundo sigue dando vueltas y vueltas, él toca tierra firme. Justo en el límite, de lo infinito, firme, sí. Se sube a la roca, acercándose un poco al borde. Su chupa de cuero desabrochada, le entra todo el aire, fresco, llegado a la costa de la aventura atlántica. Mira a lo lejos, respira profundo: la línea del horizonte azul. Tras calarse las gafas, saca el paquete de tabaco y lo mira con un definitivo desdén: la mano fuerte y grande lo estruja y dice vida por fin. Allí donde creyó la Historia que se acababa la tierra, surge el instinto en ese indomado motero de echar raíces. La Harley ruge, se coloca el casco y, las gafas caladas, se acerca al centro del pueblo. Aparca junto a un edificio de cuatro plantas, fachada blanca, y, tras quitarse las gafas de sol, afina la vista para ver, a través de la ventana del primero, una luz encendida. Sus botas suben las escaleras, llama a la puerta y, en el umbral, Rosalía identifica con un hormigueo intenso en el cuerpo que la despierta de golpe al padre, ahora canoso. Al fondo, Laura alza la vista con curiosa despreocupación. Los ojos marrones de ella se cruzan firmes con la mirada profunda y directa en los ojos marinos de Antonio. Cae un jarrón al suelo y se hace el silencio. Luego, las botas negras entran en el hogar, dejando el petate sobre la silla de mimbre junto a la entrada. Con la chica siguiéndole los pasos, se acerca a la mujer y, finalmente, ella da un paso al frente para reunirse con él y fundirse en un profundo abrazo. 

lunes, 4 de mayo de 2015

Ventana abierta


La cabeza revuelta: pensamientos difusos, inconexos y disconformes. El escondite de la mente, que me sirviera para vivir en un ecosistema natural, arcádico, a medida, se revela poco ejemplificante. En mi ideal moralidad, viví tranquilo hasta que, un día, quizá más en pruebas sucesivas, oí el crack, el choque con la práctica realidad, que exigía contacto con la hoja perecedera, los campos en flor que, oh despiste, al cambiar de estación perderían su hermosura. Así, un día peinando canas me di cuenta de que la vida es aquello que una vez acaricié con la yema de los dedos de joven y que, a base de choques, cracks, cracks, progresivos, ha ido llamando a mi ventana de nuevo, con piedrecillas cuya llamada quedaba antaño neutralizada por la sensibilidad apagada. Ahora, abro y dejo el aire puro y fresco entrar. Me fijo en los campos en flor desde la distancia, y cojo una de esas piedrecillas traídas por el viento. Mientras la observo, un pajarillo se ha posado sobre el alféizar, y yo respiro profundamente sintiéndome despertar. 

lunes, 27 de abril de 2015

Reivindicación del alfil


Un hombre amante del rock escucha la elegía de una banda con solera a través del equipo de música de su coche mientras, liberado, sale del trabajo. Pese a que la luz de la tarde ya es tenue, se cala las gafas de sol y se lanza al pensamiento: afortunado se siente por un empleo que alcanzó por una educación aventajada y los contactos adecuados. No se siente más válido que otros muchos que han corrido peor suerte, pero cree que tiene conciencia, y, en su secreto orden de las cosas, lo valora más que una cualificación destacada.

Circula nuestro hombre, plácido, en su coche de primera mano, henchido de confort. Con una sonrisa exterior que genera la envidia de un vendedor de pañuelos en la espera del semáforo: cuéntese que el pobretón ve el cuadro completado por las gafas caladas, la ropa elegante y el bonito coche… Con una sonrisa exterior, observa al vendedor de pañuelos y le entra una ligera punzada en el corazón. Es el arte de tener conciencia. No baja la ventanilla cuando el vendedor da unos golpecitos en ella, pero lo sigue por el retrovisor, sacrificado, expuesto. Ejercita esa privilegiada conciencia de la que hace gala, y se pregunta por qué, por qué la ventura comete tales dislates. Avanza con su coche cuando el disco se pone verde, y empieza a imaginar su propia elegía rockera en torno a las almas perdidas de nuestra común vida cotidiana. Exhausto de humanidad, recorre su mente la película de ejecutivos capacitados que rodean su ámbito laboral, y se reafirma en que, hecha un lío como está la vida, no lo es menos dentro de la empresa, reflejo de esa crisis del humanismo que cantó el profeta de nuestro siglo. De modo que, se dice, que le den al exceso de especialización, a la ambición y que me dejen ocupar mi discreto lugar en este tablero de ajedrez. Jugaré a ser alfil protector de un rey huérfano de cobijo, vendedor de pañuelos a pie de calle, o de una reina extraviada en las lides de estéticas superfluas y promesas de amores centelleantes que se difuminan en el mercado como la neblina con la venida del sol. Sí, seré el alfil.


martes, 14 de abril de 2015

Las sombras de mi conciencia


Las sombras de mi conciencia son el hastío de la dedicación a lo ajeno. Antaño cercano, ojos que me dieron vida, hoy cuido de los lazos marchitos. Mientras otros delegan. Con la pequeña luz que da el plafón de mi dormitorio, me fijo en el jarrón vacío sobre la mesa. Ese jarrón en que, en otro tiempo, me sentí ramo. Y hoy, azares de una masculinidad incapaz de arriesgar al esfuerzo compartido de lo menor, más ocupado en televisiones y viajes, viviendo en un limbo que elude la conciencia, sin darse cuenta, claro, que con ello provoca una sombra en la mía. Hace tiempo que vacié del jarrón la última flor marchita, y, hastiada, emití un grito interior de rabia y rebeldía.


Un buen día me pongo la vida por montera, y encuentro una cierta alegría. Tomo las riendas de mis amores, pero caigo en desamores. Lanzada, quizá en busca de un nuevo hálito, me guía el impulso, la ensoñación y la fuerza del orgullo y la rabia. Esquivé sus besos en busca de una consolidación emocional, y cuando yo deseé los suyos él había caído de mi femenino elixir ¿Qué camino tomar? ¿Renuncia? ¿Vuelta al principio en busca de un semblante que me diera suerte diferente? Los lazos que creí sonrosados pedían una afinidad azulada, y yo no supe, por entonces, si sería lo mío la amistad con eso que el escarmiento llama el hombre y la vida a veces da nombre sexualidad divergente. De modo que puse a la masculinidad que conformaba mi habitual convivir a darse un chute de compromiso doméstico, salí en busca de unas flores con que llenar mi jarrón y me adormecí con la pequeña luz del plafón con la ilusión de que, quizá, la noche me diera el sueño de la paradoja que disipara las sombras de mi conciencia.

La esencia de ser mujer


A ritmo de jazz, la mente bamboleándose. Un pajarillo sobre el árbol verdecido por la primavera en mi ventana luminosa. En la soledad del presente, asaltada por el recuerdo cercano, me debato entre la pulsión cercana y una nueva ilusión. El rato que me deja libre la cocina, el trabajo de mollera y un necesario descanso, lo empleo en atusarme el cabello, hacerme las uñas y regalarme la vista de mi cuerpo ante un bonito vestido de escote pronunciado. Y, mirándome al espejo, me sé hermosa, afianzada entre la pulsión cercana  y una nueva ilusión. Mario entra, cigarrillo en el labio, invadiendo una intimidad que se suponía compartida. El amor hecho por el roce y el cariño, dicen. Yo le miro atenta, su cuerpo musculado deja ver la longitud del brazo y el cuello de su camiseta invita a recordar, con el final de su cuello, el inicio de su pecho. Se me acelera el corazón, hoy más salvaje que sentimental; la noción del tiempo desaparece, su cuerpo, sus caricias, mi excitación irrefrenada. Sin culpa ni perdón, cuando hemos acabado, tranquila, sé que quizá he perdido la oportunidad de esa nueva ilusión. Instinto animal, pasión terrena. Y, con la pausa de un paseo con brisa tranquila por la avenida que ladea la plaza en la que se observa, cuca ella, la luna llena entre edificios reseñables, me lo cruzo y atraviesa mi corazón con una mirada que descubre la historia de mi atardecer y, más allá, me otorga la esencia de ser mujer.

jueves, 2 de abril de 2015

Artista y aventurero


Descubrió cuando tuvo uso de conciencia que la vida social sería un extraño desafío en su vida. Nació con una inteligencia privilegiada y un cuerpo desafortunado. Además, no tenía facultades para el habla y el oído. Aprendió a adaptarse a la silla de ruedas, pero no a tener expectativas conformistas ante la vida. Descubrió, leyendo los labios de sus conciudadanos, los primeros detalles de las intimidades de esta vida que le fueron soslayados por derecho de nacimiento. No podía conversar, hacer el amor o viajar. Eso decían, y ello le provocó más de una lágrima superada por una ilusión tenaz, desafiante ante el vacío de la realidad. Fue cogiendo el gusto a las conversaciones mudas que percibía de su entorno, y empezó a fabular para sí en noches de vigilia. Aparecía ante él una bella mujer que lo abordaba con gestos delicados, imaginaba plácidas sobremesas conversando con ella y viajes a mundos exóticos. Paulatinamente, el mundo de la noche, se fue convirtiendo en su realidad. Con el paso de los años, cuando ya peinaba canas y estaba hecho a esa su realidad, los avances de la ciencia le dieron la facultad de caminar y el poder de conversar. Entonces, viajó por los barrios de su hermosa ciudad, que tan conocidos como eran en la extraña memoria que había configurado su recuerdo, le chocaban de tan diferentes que eran en la nueva realidad que empezaba a palpar. Creyó que tendría que aprender a amar, pero aquello le vino de forma natural; y se adaptó con tanta voracidad a su nueva condición, eso que él, irónicamente, llamaba su nueva vida tridimensional, que se convirtió en un hombre viajado, amigable y feliz. Cuando se hizo viejo, y su cuerpo empezó a dejar de responder, le dio por recordar sus andanzas de antaño y, cuando se aburría de recordarlas, las convertía en una memoria nueva gracias a la vieja experiencia de quien había tenido que inventarse una vida. Se decía a sí mismo que había sido artista y aventurero, porque primero supo fabular y luego vivir, y finalmente se había convertido en un viejo sabio a quien un día llegó el final de su  vida durante el sueño tranquilo.

jueves, 19 de marzo de 2015

La chica de la cresta


La estrecha calle que daba la espalda al mercado municipal tenía recovecos. A la salida del trabajo, el gandul frutero, fortachón y bien plantado a sus treinta y dos años, se reunía cotidianamente con una joven que atraía las miradas por su cresta rubia rodeada de una cabeza rapada teñida de verde. Mujer alta, con formas y pantalón de cuero que desafiaba al viandante. Se solían coger de la mano, echarse unas risas y dar unas zancadas hasta uno de esos recovecos en que se besaban apasionadamente y, si ocasionalmente les caía la noche, se atrevían a algo más. Lo que más morbo daba a aquel pillo de la pasión de su chica no eran sus ojos en trance, ni el trasero, ni los pechos que tanto invitaban a jugar. Era el aro que colgaba de su labio superior y daba a los besos de aquella fiera encrespada un sabor metálico que le recordaba a la infancia junto a su padre en la herrería.


Era una muchacha inteligente, que daba tumbos entre los libros académicos, siempre logrando dar un paso adelante en su formación dejando que en ese recorrido sobresaliera la medalla de un nuevo episodio vital experimentado con intensidad. Sin embargo, un buen día ella le lanzó el gran desaire, y él quiso ser más orgulloso que conciliador. El resultado fue que la joven encrespada salió de la vida del esbelto frutero. Durante años, tuvo aquel hombre un recuerdo recurrente, a veces nostálgico, de la época de a dos. Con la edad, cuando caía en tal estado solía acabar por preguntarse qué habría sido de ella. El tiempo había hecho de él un padre sin más sueños que los del sustento, y la memoria que trazaba su recuerdo, convertida ya en una brumosa fantasía a base de su recurrencia, la imaginaba viviendo a cien en mundos alternativos. Sin embargo, un día cogido de la mano de su hijo y presa del febril celo con que lo solía observar su posesiva esposa, la vio por la calle, vestida con una chaqueta y falda, camisa azul y pañuelo. No la reconoció en un primer momento: venía caminando escondida tras unas gafas de sol en alegre conversación con un dandy. Pero ella, su amor, su deseo metálico, se paró a su altura, con un gesto de la mano se retiró las gafas negras y le miró directa y punzante… para luego calárselas de nuevo y seguir su marcha en un desaire que todavía mostraba el orgullo ante la vieja rencilla. 

viernes, 6 de marzo de 2015

El príncipe y la rosa


Unos ojos inconformes con el amor, quizá algo rebeldes, buscan día y noche, a través de calles, mercados, colas de cine y pubs con cierta aureola, un gesto, una palabra atrevida que les apunte certera. Buscan la frescura entre fértiles y lozanos cuerpos jóvenes, y sienten atracción por la madurez sedimentada de una inteligencia elaborada en rostros más transitados.

Percibe, el individuo que luce esa inconforme mirada, como una posibilidad de la madurez lúcida tras los desengaños de la fantasía prometida, que puede caer en la tentación de hacer suyo el lema de que en la variedad está el gusto. Cuando ve una sombra que le atrae hacia la realización de la ingenua pureza añorada y, creyó, perdida, su atención despierta a esa promesa de ternura, equilibrio, afecto y lazo. Camina, por un sendero con múltiples ramificaciones, buscando la senda oscura que le llame hacia esos significados dispersos aún: el libro de tu interior leído por ella. Porque sobre el papel acabará cayendo la lluvia, y quedará en papel mojado: más vale que se humedezca por lágrimas de amor que desdibujen las letras escritas con dedicación dejando que, ese sentimiento de tristeza o exaltada alegría ajena por nuestra voz tintada, penetre en nuestro interior.


Por un feliz encuentro con esa flor.

sábado, 21 de febrero de 2015

La Plaza de la Paloma


En la Plaza de la Paloma vieron como el atardecer tranquilo desde una terraza con estufas daba paso a la feliz noche de sábado, entre amigos sonrientes y amantes de mirada lasciva. Esta plaza tuvo como nombre hasta hace relativamente poco el de Plaza del Doctor Bosquejo, en honor al médico que dedicó su vida a cuidar de tuberculosos en la ciudad. Un día, hablando Margarita en esta misma terraza con algunos de estos mismos amigos pero con otro amante, mientras se refería a la tuberculosis contraída por el escritor praguense Franz Kafka, vio una paloma posarse en el suelo ajardinado junto al sauce que braceaba siguiendo la ligera brisa y fue abordada por un hombre toxicómano. El individuo se mostró humilde, honesto y amable, y ella no supo qué leches estaba haciendo, de repente, hablando con el falso infierno cuando instantes antes estaba loando a un profeta de las letras. No salió de su estupefacción porque el toxicómano no salía de su conversación gentil, como si aquello fuera lo único que deseara: empatía con el otro, la natural charla callejera a que tan acostumbrados nos tenía nuestra infancia. Ella empezó a sentirse cómoda, el hombre se animó y el grupo que había sentado a la mesa reaccionó felizmente extrañado al dejarle un sitio a aquel macarrilla de porte clásico. No en vano, habían pasado años de solidaridad aparente, que si un saludo o un favor a alguien cercano; pero nada tan genuino, tan real, como que un grupo de gente con formación superior dejase a un lado su pedantería y volviese a tocar el suelo con los pies. Y qué reales se sintieron por fin, ante un despertar a la cercanía y el cobijo fraternal. Supieron que aquel hombre salía de un centro de rehabilitación que habían abierto en el edificio más alto de los que abrazaban la plaza, aquel que, en sus años de estudiante, Margarita viera bajo el rótulo de Tejidos Pérez. El recién llegado era un individuo de mediana estatura, cabello albino y vestía camisa blanca y prendas vaqueras, y llegada cierta confianza con las copas del anochecer para unos y el vasito de agua para el albino, ella sintió una contradicción entre el pudor y la atracción. Las miradas del caballero eran elocuentes en su brillo y la virgen silente que pronto dejaría de serlo camuflaba su sonrojo. Un día al atardecer, llegó un hombre de la mano de una paloma posada en la hierba bajo un sauce. Ella diría que fue el milagro que debía hacerla entrar en la vida, y bautizó el lugar… como Plaza de la Paloma.

domingo, 15 de febrero de 2015

La vida efímera


Una luz tímida se proyectaba sobre el horizonte de mi mirada cuando salí del parking. Aceleré un poco y me incorporé al tránsito. Mientras circulaba, mi mente procuraba atender a la tertulia radiofónica y mi mano izquierda tamborileaba un poco por la prisa apoyada sobre el volante. El niño, en la parte trasera del coche, permanecía quieto, probablemente aburrido porque su padre se lo llevara a un rollo de adultos y esperando pasar el trámite para zamparse una buena hamburguesa con queso y cebolla. Pijillo él, más de una vez había protestado ante su padre porque estaba harto de hamburguesas de tres al cuarto, con sus amiguetes.

Una vez bajamos del coche, hice una foto al número de plaza en que lo había aparcado y salimos del parking con paso presuroso. El niño resoplaba y yo andaba pensando que ya estábamos jodidos porque no llegaría a tiempo de recibir al personaje. Nos adentramos en el restaurante atestado y mi hijo cogió al vuelo un refresco de cola de la bandeja de un camarero. Seguimos abriéndonos camino y encontramos al dueño de la clínica. Respiré un poco aliviado. Junto a él, estaba el traductor. El fotógrafo iba tomando instantáneas a la vez que las botellas de agua eran dispuestas sobre la mesa destinada a la presentación. Perdí de vista a mi hijo, pero andaba yo más preocupado en otros avatares, quizá víctima de mi adulta inmadurez. Por fin, vi llegar al ilustre médico francés, con su bufanda de color marrón claro, estatura media, abundante cabello canoso y aspecto de seductor. Se hizo la luz en mis ojos: pese a todo, había llegado con tiempo. Me puse un poco nervioso al ver acercarse la hora de saludarle, no en vano iba a ser la primera impresión tras un par de conversaciones con su secretaria y las pistas que me dieran algunos de sus ayudantes. Dijo unas palabras jocosas y sonreí estridentemente, luego nos presentó el director de la clínica y, tras unos minutos hablando del tiempo en Ávila en comparación con París, le solicitaron para firmar unos ejemplares de su último libro. Con el jefazo en la cara, estuve sumamente solícito y me saqué mil anécdotas de la chistera. Finalmente, nos interrumpieron para indicarnos que la presentación iba a comenzar, de modo que tomé asiento junto al célebre médico y la traductora, y disparé mi primera pregunta.


Estaba yo risueño y, alegre por la receptividad de tan egregio médico, a veces soltaba una ironía que me hacía mear fuera del tiesto ante el público. Fui tomando confianza y me enrollé a hacerle preguntas y preguntas. Llegó una en que afloró por fin la efigie borde de nuestro docto francés. Se limitó a ignorar mi pregunta, vacío ante el cual me vi obligado a hacer hincapié en la misma. Respondió con un seco “no es relevante” y puso una mirada entre contempativa y burlonamente angelical hacia las nubes. En aquel momento, recurrí de nuevo a mi risa estúpida y procuré encontrar una mirada comprensiva entre el público. Allí estaba mi hijo, haciendo mohines en los que creí ver que, a su tierna edad, quisiera que la tierra le tragase. Afortunadamente, pasó el incómodo momento con una oportuna intervención de la traductora apaciguando los ánimos. Hice un par de preguntas más pese a que ya me había excedido del tiempo fijado a tal efecto, y a la tercera irrumpió el entrevistado con su tono de voz grave y gesto serio para cortar en seco de nuevo el clima de esperanzada diplomacia y espetarme que ya era momento de pasar al turno de preguntas del público. Me sonrojé. Tras una semana de preparación de la entrevista y años de devoción hacia aquel genio, me hallaba en un momento que debiera haber sido exultante para mí con la mirada condenatoria del dueño de la clínica en primera fila, a mi izquierda la traductora con cara de no querer estar en mi pellejo y, entre el público carraspeante, a un niño que se tapaba la cara ante el ridículo desarraigo que le producía, ya, la relación con su padre. El turno del público hizo que el temporal de mis convulsiones amainase, con seguidores que le adulaban a base de sencillas preguntas complacientes. Entraban ya en la última de ellas, tuve el coraje de mirar directamente al docto francés y pude ver, tras la figura del superhombre adorado, reflejada la de un grotesco individuo al que apenas conocía. Concluyó el acto, recogí al chaval, que se avino a seguirme con el único motivo de su gastronómica recompensa y me puse a reflexionar sobre la imagen que tenía de mí aquel niño que debiera haber sido más adorado y seguramente me tomaba por un ser muy semejante al esperpéntico entrevistado. Llevarlo a un restaurante era la forma de tenerlo entretenido y que no agobiara demasiado, solía hacerse un silencio cuando mi hijo se ponía a comer en nuestras salidas. Aquel día, recuerdo, me sentí reflejado y, por fin, lo sorprendí con las historias de un padre que empieza a ver que la vida puede ser efímera y su mapa futuro estar en la que ha sembrado: el crío, que por primera vez en una eternidad, y tras una grande y grata sorpresa, me sonrió iluminado.

viernes, 30 de enero de 2015

Yo


Ayer, como siempre, las leyes de la vida, me acosté. La noche ventosa agitaba las vidas, pájaros buscando buen recaudo; algún transeúnte despistado; árboles que luchaban por no ser vencidos en el zarandeo del temporal. Entretanto, yo buscaba la postura para encontrar la manera más cómoda con que encontrar el sueño, e iba perdiendo la agitación de la respiración que traía la estela de un día movido para ir entrando en un estadio de mar calma que despertó la conciencia de mis recuerdos: leves vibraciones en mi mente que se extendían placenteramente por un cuerpo progresivamente sedado. El mundo se iba recomponiendo y, yo, caía en el sueño plácido y profundo que empezaría a cerrar un nuevo círculo de sentido y madurez en mi vida.


Temprano por la mañana, serían las seis, mi sueño se desvaneció, o quizá se recogió tras la plataforma de la vigilia, como la luna se oculta tras la plataforma del sol. Seguía habiendo cierta agitación en el viento perseverante de las azarosas existencias exteriores, y la calle estaba cercana a salir de su pesadilla: faltaba una hora para que las farolas se apagaran dando paso a la luz natural, los peatones se atreverían, quizá sin otro remedio, a emprender el camino hacia sus destinos, salidos ellos también de un plácido sueño nocturno o, es posible, contagiados de la tormentosa noche exterior. A medida que me sumergía en las rutinas de primera hora, el sol de mi conciencia trabó amistad con su luna. El lapso de tiempo que recorre una vida hasta su madurez, tormentoso a ratos, confuso y enredado, sombrío, efusivo, amoroso y despechado, encontró la presencia bajo la definición personal de la clase, el decoro y la cortesía; el significado de aquello que había desafiado en la infancia, el raro instinto de supervivencia de la adolescencia asfixiante y los valores asentados en la juventud. Me di cuenta de que el molde que había ido creando en aquellos lejanos años se había ido llenando a base de perseverar y atravesar los obstáculos del tiempo para dar corporeidad a la figura que hoy soy. Porque, ante todo, soy yo.

jueves, 15 de enero de 2015

Péndulo amoroso


Sentado en una céntrica cafetería de la ciudad, el poeta esbozaba versos sobre papel blanco impoluto con su estilográfica. Se dejaba llevar por los largos cabellos rizados de un claro color castaño, por la juventud surcada en los rasgos de aquella cara pura.

 La mirada perdida en el fondo de su ideación regresaba sobre el ambiente abigarrado y mundanal, y sus ojos volvían a gozar de la privilegiada vista que le otorgaba su mesita redonda de mármol esquinada: ante sí, la amplia sala, la entrada acristalada, los grandes espejos en las paredes reflejaban vestidos cálidos.

Volvió sobre sus versos, hizo algún borrón y amó de nuevo el idealismo; las gafas afirmadas, el sombrero a un lado de la mesa, el reloj, tic tac, marcando la hora ignorado en el chaleco que sobresalía de la chaqueta. Allí, al fondo, absorto. Escritura rápida, tachaduras, caligrafía pausada… al cabo de unos minutos, alzó de nuevo la mirada y exhaló un suspiro de amor espiritual, blanco, celebrando que había tatuado sus rasgos en un hermoso poema.


 El elevado literato dio aquella misión por cumplida y pasó a buscar el beneplácito de un amor más mundano: se encendió un cigarrillo, lo fumó pausado mientras oteaba de nuevo el horizonte; miró la hora en su reloj y los concurrentes supieron que el artista ya podía ser abordado.

viernes, 2 de enero de 2015

El molde de la vida


Aquel anciano había sido un hombre joven y rudo. Al otro lado de la ley, se había dedicado al dinero fácil y la fuga rápida. Un día, con su bien preciado botín ya en el saco, perdió el favor de la fortuna: los policías le esperaban a la salida de la farmacia que acababa de robar. El destino fue la prisión y, cuando parecía llegarle el final del túnel con la condicional, fue atrapado en un nuevo robo. Los años fueron pasando y la rebeldía quedaba domada en un molde de madurez.

Pasados ya los cincuenta años, salió definitivamente libre. No era moco de pavo, pensó, el tiempo que había pasado en la cárcel. Reinsertarse, en un primer momento, fue difícil. Pasó penurias mendigando unas monedas y durmiendo en albergues. Sin embargo, la consistencia de la sabiduría adquirida hacía que su sentido de la justicia no se torciera.

Con el transcurrir de los años, se dio cuenta de que había pasado la mayor parte del tiempo, desde que sus canas recuperaron la libertad, en los alrededores de la catedral. Conocía todo tipo de anécdotas sobre la misma y, entre la gente que sabía, era ya un personaje que estampaba la zona con su aire humilde, ojos profundos y voz templada.

Pasaba los últimos tiempos sentado junto a la entrada del monumento, abrigado y debilitado por los achaques de la edad. Un turista japonés se le acercó, y le hizo una pregunta. Él no se movió. Se armó un revuelo.


Convaleciente en el hospital, pensó que la catedral había obrado un milagro; lo cierto era que volvía a sentirse vivo tras haber visto el umbral de la muerte. Los habituales del templo, tanto feligreses como paisanos de éticas más mundanas, se unieron para reivindicar un feliz final al curso de su dura vida: así, se hizo habitual ver una silla bien mullida en una sala a cubierto de la cafetería lindante con el majestuoso edificio, en la que nuestro anciano disfrutaba de un café bien caliente mientras contaba las anécdotas de la zona a quien quisiera acercarse a tomar una consumición al local. Gracias a las ayudas de la catedral y el distrito, el anciano pudo además tener cama y domingos de ocio. Y sintió, en el último suspiro, que había vencido al ladrón, al preso y al vagabundo para recibir la plenitud de sentirse un hombre útil y respetado.