Ignacio despertó triste. Era temprano, aún de noche,
y, al subir las persianas, vio con toda claridad la iluminación navideña de la
calle. Él no había tenido energías ni tan siquiera para montar un pequeño árbol
para tales festividades en casa. Recordaba tiempos de antaño y se sumergía en
la añoranza de épocas mejores. Sí, por aquellas fechas era ya un hombre que
vivía en soledad.
Siguiendo un poco la inercia del día, se acicaló Ignacio y,
tras leer un rato mientras dejaba que la mañana despertara, dejando que
aflorara con ella la luz del sol y la vitalidad de la algarabía callejera, que
siempre le daba una grata compañía a modo de rumor de fondo, salió a comprar
unos turrones hacia una tradicional tienda del centro de la ciudad. No le
importó la larga cola. Escuchaba a la mujer que le precedía susurrar a quien
parecía la progenitora de aquélla. Hacía ella movimientos extraños, nerviosos y
llamativos aunque parecieran buscar el anonimato.
Finalmente, la aparente progenitora le dio un empujón, animándola
a descubrirse, y ella se giró. Era María José, la gran amiga con quien
compartiera Ignacio tantas cenas y paseos años atrás. Y le saludó: para
sorpresa de él, le saludó. Tantos años de distanciamiento y silencio y, de
repente, surgió primero una charla improvisada y luego el fluir pausado de un
nuevo paseo tranquilo en la más agradable de las compañías. Le invitó ella a
comer por Navidad y supuso ello, para quien a primera hora despertara
marcadamente tristón, la recuperación del entrañable espíritu de tan señaladas
fechas.