Nadie conocía el verdadero nombre de aquel hombre. Era un
caballero que envolvía con el gesto y la oratoria. Atraía ingenuas mentes
faltas de definición hacia sus promesas de un existente Paraíso. Y suturaba sus
heridas, las moldeaba cual escultor del espíritu para dejarlas volar, libres
ya.
Nadie entendía por qué, poseedor del secreto de la curación
de los corazones, no despertaba en él un común instinto de posesión. Se llegó a
especular que tenía el corazón roto por un lance de juventud, pero pronto se
descubrió que también palpitaba la sensualidad de su masculina energía ¿Qué
hacía, pues, que no surgiera de él el amor perdurable o el instinto de una
cierta compañía? Los rumores continuos alcanzaron el nivel de la certeza: se le
veía deambular por las noches de la ciudad, paseando por la catedral o sentado
en una terraza ante una copa de vino… en una soledad contemplativa. Llegó un
momento en que, aquella alma de fortaleza inquebrantable, venida de tierras sin
huella, empezó a ver menguar la luz que irradiaba. La gente se preguntaba,
preocupada, si no sería que las puertas del Paraíso se habían cerrado, pero fue
entonces cuando los elegidos vinieron hacia él y, alados, se lo llevaron para glorificarlo.