domingo, 22 de noviembre de 2015

Sedición


Enfundado en un galante traje negro, el caballero reflexiona, ajeno a los fastos de un carnaval que ya expira en los jardines de la casa. Sobre una roca fija su mirada, y ahí que va a posarse su zapato, torciendo su figura, que ahora apoya el brazo sobre la pierna mientras, con penetrante inteligencia, lanza su mirada al horizonte que ya anuncia la aurora. Una máscara llega impulsada por el viento a acompañarle. Se incorpora, la observa dar un par de vueltas como si de un leve remolino se tratara y la caza al vuelo. Observándola, se dice: “¡máscaras!” Aquello que en su juventud fuera un mundo poblado de virtud y camaradería, se ha torcido con el devenir de los tiempos, convirtiéndose en vicio sedicioso. Un padre recién desaparecido con quien todavía conversa a través del sueño y la memoria y todos a una buscaron el relevo en el longevo imperio de la costura y los viñedos. ¡Sedición! Camaradas derrotados por la fuerza del miedo.


Sólo hay un medio: el caballero se pone la máscara y vuelve al carnaval menguante. Los invitados duermen a su paso el opulento festín… una mujer alza la mano en busca de su copa, pero cae de nuevo rendida antes de dar el sorbo… y él se abre paso: atraviesa el vestíbulo; sigiloso, deja atrás el salón y, con gesto angelical, saluda a los guardias, que le rinden tributo. Su mente cavila con fuerza: desarmado, cerca ya de su dormitorio, le llega la valentía final. A las puertas, el último de los guardias vigila el descanso del padrastro traidor, quien difuminara con luz de gas la voluntad de una madre apenas reconocible. Títere y diablo duermen al otro lado de la puerta, el caballero da las buenas noches al vigilante y, tras ser correspondido, se para y le pide fuego. Un momento en que la mirada pierde su atención en busca del mechero y el hijo desheredado se lanza a por el arma del centinela último. Salvas de metralla, se hizo justicia y el traidor ya duerme el sueño eterno.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

Pequeña inquietud


Un día tormentoso de otoño, Alvar, caballero a medio camino entre el arte y la técnica, retocó la cornisa de su cuerpo con un simple gesto de la mano sobre el tupé. Pensativo, apagó la brasa del cigarrillo en el cenicero del escritorio y se levantó de su silla acariciando el respaldo de cuero. Dejando atrás proyectos y cuentas, se dirigió hacia la puerta que comunicaba el despacho con el salón. Cuando iba a abrirla, sonó el timbre del teléfono fijo, pero lo obvió.


En el salón, leía su joven hija, universitaria y rebelde, idealista vertiginosa que era el orgullo y fiel reflejo de su padre. Silencioso para no espantar al pajarillo, la observó desde la quietud. Y se quedó así un buen rato. Finalmente, ella alzó la mirada impulsada por un bostezo de su cuerpo y descubrió su figura. El padre sereno saludó a la hija fantasiosa, ella le sonrió y dijo un par de frases cálidas, y Alvar sintió un interno ardor de felicidad, que encauzó rodeando con el brazo la barra sobre la que giraba la escalera bañada en bronce que conducía al primer piso. Escuchó a su mujer dando un muy andaluz grito desde la cocina indicando que la comida estaba lista, respondió con voz segura, grave y contundente, y alzó la mirada intentando atisbar el inicio del pasillo del primer piso, donde se ubicaban los dormitorios, donde desde hacía tres generaciones había vivido su familia, y lugar en que había sido concebida la niña de sus ojos. El enfermero atravesó, tras un respetuoso gesto de saludo, el salón con el anciano abuelo en silla de ruedas, quien rechistaba como siempre suspirando por un cigarrillo. Una copa de vino, papá –le dijo Alvar-, una copa de vino con el almuerzo. Los cuatro por fin alrededor de la informal mesa en la cocina. Una sopa y, en el horizonte, paella de marisco que olía de maravilla. Llovía, la madre ironizaba, el abuelo escuchaba sin perder ripio mientras sorbía la sopa calentica, la hija alborotaba y Alvar, que un rato antes sintió un pequeño vacío en su despacho, moderaba con ecuanimidad reconociendo con gusto, en su interior, que ese pequeña inquietud que le provocó impulsarse a abandonar, un poco antes, sus tareas profesionales, no era otra que el ansia del cotidiano calor familiar.