Subido de regreso a casa en el autobús abarrotado tras un
largo día de productivo trabajo, Jesús empezaba a sentir el cansancio. Una
mujer ante él, de aspecto bohemio, lucía medias de cuadros bajo una graciosa
falda colorista. Se sostenía en equilibrio, pese a los vaivenes del autobús,
gracias a la destreza adquirida con la práctica. Aquella mujer, de cabello
pelirrojo rizado que se desplegaba sobre su cabeza de forma bastante rebelde,
contrastaba ante la mirada de los viajeros cuando, al levantarse un viajero
sentado junto a Jesús, se sentó a su lado. Ahí estaban los dos: él, con su
aspecto de ejecutivo de aquellos que aún lucían corbata, mostrando, sin el
menor deseo de aparentar, un traje impoluto; y ella, con su aspecto creativo y
despreocupado.
Escuchaba él música, abstraído en el solo de guitarra de un
maestro del siglo XX, mientras ella diseñaba figuras en su móvil con el lápiz.
Algún viajero se apeaba, pero la marabunta parecía seguir rugiendo en el
autobús porque el flujo de entrada de nuevos viajeros tampoco cesaba. Al ir
llegando al céntrico barrio donde se ubicaba su piso, su residencia, su hogar
en fin, apretó al botón para solicitar parada y se encontró de bruces con el
rostro de aquella vecina de viaje que le había pasado desapercibida. Le dio la
sensación de que, quizá, conocía aquel rostro por algún parentesco lejano o,
quizá, por haber coincidido simplemente con ella en alguna ocasional
conversación de mercado relativamente reciente: gustaba de crear tertulia con
el carnicero y su clientela, con su querida verdulera… Pero lo cierto fue que
se apeó y caminó tranquilamente hacia casa cavilando sobre devenires más
inmediatos.
Cuando, por fin, tras cenar y escuchar un rato música clásica
ibérica en su salón, se fue a la habitación, le volvió al pensamiento aquella
mujer que llamaba y llamaba a su recuerdo. Ya en la cama, cerró los ojos y se
hizo la luz: era su prima lejana Margarita, aquel primer amor que, a sus
tempranos once años experimentara en el camping de la costa al que había
acudido la familia con sus felices ramificaciones. Recordó su primer beso, el
impacto, distorsionado por la imaginería de la edad, que provocó en él tomar
conciencia de lo que eran unos pechos que apenas empezaban a despuntar. Y se
sintió feliz de volver a la inocencia a sus cincuenta y dos años.