La salida de una casa humilde. Caminando aletargado por el
calor acuciante, escucho las tertulias provenientes de casas con las ventanas
abiertas. Subo las escaleras hacia el parque, una tras otra con pesadumbre.
Ante mi mirada se alzan los árboles que ofrecen sombra y murmullos de parejas
enamoradas. Algún perro corre, veloz. Da la impresión de sentirse pletórico.
Conozco de sobra el parque. Sigo por el pequeño montículo que hay en su zona
central y atravieso un puente, en medio del cual a la sombra que ofrece un
viejo e imponente árbol, vegetación con toda una historia detrás, se reúnen
cuatro ancianos con sus pajarillos enjaulados. Finalmente, tras haberme
impregnado del olor a vegetación, salgo del parque y me acerco al mercado.
Allí, una mujer en los cuarenta, como yo, vende embutidos. Sé que ya está
acabando su turno. Cuando me ve, me guiña un ojo. Cuánto sube la autoestima ese
goteo de cariño que recibe uno en el día a día de su roce con la que se ha
convertido, por el azar de un primer encuentro feliz y el cuidado en el trato
emocional de aquello que llaman la sutileza de la compañía, en dilatada
compañera de este trayecto por la vida.
Un lugar donde expresar libremente las reflexiones más variopintas, desde la plácida mañana a una dosis de buena literatura.
miércoles, 20 de junio de 2018
domingo, 3 de junio de 2018
Guía
Con un inmenso dolor, Julio dejó que le cogieran por los
brazos y le llevaran a una habitación fresca y ventilada donde poder reposar.
Allí, en la penumbra de un espacio donde percibía voces difusas en su calidez y
cercanía, iba perdiendo la noción del tiempo. Una lejana intuición, cuando la
razón ya le fallaba, le hacía estremecerse al sentir que se acercaba el momento
en que alma y cuerpo se separarían. Le dieron un poco de agua, le pusieron una
toalla húmeda sobre la frente caliente. Los familiares estaban sumidos en la
desesperación, en un ambiente que se hacía consciente de que se iba la brújula
de la manada ¡Tantos años! Habían tenido tiempo de hacerse una idea de ello y,
sin embargo, llegado el momento el estado de parálisis era nuevo e inesperado.
Se acercó Miguelito, el pequeño del clan, esquivando cuerpos gesticulantes de
adultos con mayor conciencia, y mostró la senda con su instinto de vida,
cariñoso hacia el patriarca agonizante. Le susurró unas palabras al oído, que
el abuelo respondió alzando un grito de sagrado agradecimiento, y acarició el
brazo del anciano. El brazo de un cuerpo que, ya, yacía inerte. Se giró el niño
hacia la concurrencia, con un rostro que transmitía una plena conciencia del
momento, y los familiares entendieron como señal divina que ahí estaba el nuevo
guía de la familia.
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