El público expectante ve la tribuna, desde donde la esperada
celebridad pronunciará sus palabras, todavía vacía. La espera se hace larga, la
gente rumorea. Ajustándose la pajarita, el afamado orador saldrá a pronunciar
su discurso. Al verle aparecer, el público aplaude atronadoramente. Mientras,
él camina con paso firme hacia la tribuna. Lanza acusaciones al fantasma de la
represión, odas al arte y elogios a la ciudad que, con motivo del acto en
curso, le acoge. Haciendo gala de su renombre, lleva su discurso desde la
superficie de la ligereza cotidiana hasta la profundidad de las almas más
pantanosas. La gente está en un silencio casi religioso, conmovida por el fluir
de sus palabras. El foco, sin duda, en la agenda del día en la histórica ciudad
es él. Consciente de la importancia de sus palabras, responsable de su carácter
de personaje público, se emplea a fondo en el último tramo de su discurso. No
le queda mucho tiempo para dejar huella en las almas de su época y tiempos
venideros, acechado por la enfermedad. Finalmente, concluye su discurso y se
limpia la frente sudorosa. El público en pie, él observándolos con mirada
nítida mientras agradece el reconocimiento. Los asistentes se van calmando y él
se retira de la escena, dejando la huella de su visionaria sabiduría en las almas
de esas gentes, que se esparcen cavilantes.