Discreto, sentado en una esquina del bar en el pueblo que
viera nacer su imaginación durante la infancia a través de las maravillosas
historias que le contaba su abuelo, estaba Pedro leyendo el periódico.
Aparentemente concentrado, distraía su atención de vez en cuando el despertar
del oído a una voz de enérgico comentario jocoso, reiterativa, picarona,
reincidente, delincuente. Una voz de campo, silvestre, ruda pero de natural
inteligencia. Sus bromas, directas, provocaban el sonrojo de quien se escondía tras
el periódico. Alzaba el acicalado caballero la mirada, un poco, lo justo para
ver en el aire su mano alzada con el cigarrillo cazado por la intuición ciega
de la distancia del cenicero. Daba una calada, exhalaba aros de humo y soñaba
con usurpar la identidad de su fallecido abuelo para seducir, como otrora
hiciera aquél, jóvenes campesinas de pechos exuberantes y traseros
desconsoladamente formados. Suspiros de desamor convertían en dulzura la
sequedad de aquella campesina a cuya observación se sentía insumiso el maduro
hombre metropolitano. Acostumbrado a los violines en la voz de sirenas más
civilizadas, apuró el cigarrillo, dobló el periódico y se dirigió a la barra,
donde estaba ella bebiendo un orujito con gusto.
La percibió algo más remansada que en la distancia, quizá
porque el recuerdo de su desamor ya se había asentado en el ánimo. Sí,
melancólica que estaba ella. Pedro quiso preguntarle de dónde había sacado el
bonito reloj de pulsera que llevaba puesto, las lujosas gafas de sol que
colgaban de su sudada camiseta. Pero se limitó a preguntarle si podía
acompañarla en sus tristezas compartiendo otra copita. Ella se animó un poco,
apuró su orujo y, como si estuviera en el lejano Oeste, lanzó una voz segura al
camarero. Bebieron y Pedro tomó confianza, con ella y consigo mismo para
desatar su labia. Hablaron, él le explicó la historia de su cadena de oro, de
su reloj de plata y de su exclusiva pluma estilográfica, sin saber muy bien si
ella lo entendía. Confió en que seguía bien su conversación, porque le daba
réplica: hablaron… y se sorprendió besándola como tantos años atrás hiciera su
abuelo con parejas jóvenes.
A media mañana, se despertó en la habitación que tenía
asignada en la posada con un fuerte
dolor de cabeza consecuencia de la resaca feroz. Subió un poco la persiana,
pero le molestaba la luz. Tardó unos minutos en asimilar que era de día, que
estaba solo en una habitación remota y que no tenía otra opción que ir
activándose para entrar de nuevo en la vida cotidiana de aquel mundo rural.
Rural. Se dio cuenta entonces de lo sucedido la noche anterior. Las sábanas
compartidas para el placer estaban ahora vacías de compañía. Se duchó, feliz
por haber realizado las imaginaciones de la infancia en la realidad de la
madurez. Se acarició el cuello recordando un placer que el alcohol había
desalojado de su memoria para ubicarlo en la imaginación, y se sorprendió al no
palpar su cadena de oro. Quizá le había caído durante la refriega pasional de
la noche. Tendría que buscarla con la mente serena. Luego, buscó la ropa para
vestirse mientras recordaba a su vivo abuelo. Camisa limpia y pantalón
planchado, le chocó no encontrar su reloj de plata. Rápidamente, le saltaron
las alertas y se lanzó a la americana que vistiera la víspera en busca de su
pluma estilográfica. Todo había desaparecido, fruto de su encuentro con una
mujer que había crecido con el espíritu del pueblo de su vivo abuelo. Picarona,
delincuente y, lo que más le afectó, ¡reincidente!