sábado, 25 de mayo de 2019

Campesina reincidente



Discreto, sentado en una esquina del bar en el pueblo que viera nacer su imaginación durante la infancia a través de las maravillosas historias que le contaba su abuelo, estaba Pedro leyendo el periódico. Aparentemente concentrado, distraía su atención de vez en cuando el despertar del oído a una voz de enérgico comentario jocoso, reiterativa, picarona, reincidente, delincuente. Una voz de campo, silvestre, ruda pero de natural inteligencia. Sus bromas, directas, provocaban el sonrojo de quien se escondía tras el periódico. Alzaba el acicalado caballero la mirada, un poco, lo justo para ver en el aire su mano alzada con el cigarrillo cazado por la intuición ciega de la distancia del cenicero. Daba una calada, exhalaba aros de humo y soñaba con usurpar la identidad de su fallecido abuelo para seducir, como otrora hiciera aquél, jóvenes campesinas de pechos exuberantes y traseros desconsoladamente formados. Suspiros de desamor convertían en dulzura la sequedad de aquella campesina a cuya observación se sentía insumiso el maduro hombre metropolitano. Acostumbrado a los violines en la voz de sirenas más civilizadas, apuró el cigarrillo, dobló el periódico y se dirigió a la barra, donde estaba ella bebiendo un orujito con gusto.

La percibió algo más remansada que en la distancia, quizá porque el recuerdo de su desamor ya se había asentado en el ánimo. Sí, melancólica que estaba ella. Pedro quiso preguntarle de dónde había sacado el bonito reloj de pulsera que llevaba puesto, las lujosas gafas de sol que colgaban de su sudada camiseta. Pero se limitó a preguntarle si podía acompañarla en sus tristezas compartiendo otra copita. Ella se animó un poco, apuró su orujo y, como si estuviera en el lejano Oeste, lanzó una voz segura al camarero. Bebieron y Pedro tomó confianza, con ella y consigo mismo para desatar su labia. Hablaron, él le explicó la historia de su cadena de oro, de su reloj de plata y de su exclusiva pluma estilográfica, sin saber muy bien si ella lo entendía. Confió en que seguía bien su conversación, porque le daba réplica: hablaron… y se sorprendió besándola como tantos años atrás hiciera su abuelo con parejas jóvenes.

A media mañana, se despertó en la habitación que tenía asignada en la posada con  un fuerte dolor de cabeza consecuencia de la resaca feroz. Subió un poco la persiana, pero le molestaba la luz. Tardó unos minutos en asimilar que era de día, que estaba solo en una habitación remota y que no tenía otra opción que ir activándose para entrar de nuevo en la vida cotidiana de aquel mundo rural. Rural. Se dio cuenta entonces de lo sucedido la noche anterior. Las sábanas compartidas para el placer estaban ahora vacías de compañía. Se duchó, feliz por haber realizado las imaginaciones de la infancia en la realidad de la madurez. Se acarició el cuello recordando un placer que el alcohol había desalojado de su memoria para ubicarlo en la imaginación, y se sorprendió al no palpar su cadena de oro. Quizá le había caído durante la refriega pasional de la noche. Tendría que buscarla con la mente serena. Luego, buscó la ropa para vestirse mientras recordaba a su vivo abuelo. Camisa limpia y pantalón planchado, le chocó no encontrar su reloj de plata. Rápidamente, le saltaron las alertas y se lanzó a la americana que vistiera la víspera en busca de su pluma estilográfica. Todo había desaparecido, fruto de su encuentro con una mujer que había crecido con el espíritu del pueblo de su vivo abuelo. Picarona, delincuente y, lo que más le afectó, ¡reincidente!

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