Entre sonoras carcajadas, Julio y Pedro salieron del ascensor
en la undécima planta. El elevador había parado en cinco ocasiones, la tercera
de las cuales fue para bajar de nuevo al punto de partida. Sin embargo, ahí se
vieron: por fin podrían hacer gala de sus trajes y afeitado matinal, del
esfuerzo empleado en días anteriores para que la reunión con el jerifalte
cercano a la jubilación fuera todo un éxito.
Atravesaron el control de seguridad y una amable colaboradora
del alto ejecutivo les acompañó a la sala de reuniones donde les esperaba el
gran jerifalte. Julio y Pedro, intimidados por la insigne presencia de Mr.
Kasdan, su voz grave y solemne, le estrecharon sus manos húmedas de sudor y se
sentaron dóciles en el lugar que les fue indicado. Miraron a través de la
ventana y observaron el río Hudson. Nueva York, Nueva York: el lugar que
imaginaron sus infancias.
El viejo jerifalte y sus asistentes les pusieron a prueba con
una batería de preguntas: no resultó ser tan importante el informe de las
actividades de la empresa en nuestro
lejano país, sino la actualidad taurina, el clima, los últimos goles del más
insigne futbolista nacional y, para un anciano que, con una sonrisa anunciaba
que se disponía a dejar la empresa en manos más jóvenes, el interés por una
detallada descripción de las femeninas bellezas españolas. Los ojos, que en un
principio les habían quedado a cuadros a aquellos empleados que habían cruzado
medio mundo para descubrir en qué consistía la cúspide de su empresa, fueron
reconstruyendo el puzzle de sus descolocadas miradas y todo comenzó a cobrar
sentido: los altos subordinados del viejo jerifalte les anunciaban que viajaría
en breve a España, donde seguiría dejando progresivamente sus funciones para,
finalmente, vivir un retiro dorado en la costa.
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