El anciano apuraba sus últimos días en una serena agonía.
Paseaba con lentitud, siempre acompañado de su nieto, a quien confesaba íntimos
secretos que no se quería llevar a la tumba, e invitaba a gozar de la vida.
Un día, hablando al chico de sus sinsabores durante la
posguerra, recordó con súbito arraigo su tierra natal, Jerez. Le comunicó su
necesidad de tomar asiento y descansar, y el joven le llevó al coqueto bar
cercano. Allí, iba a retomar el hilo de sus andanzas cuando le entró la
profunda necesidad de saborear un brandy de Jerez. El joven hizo que se lo
sirvieran, sabedor de que el anciano deseaba vivir cada instante de su vida con
plenitud. Retrotrayéndose a su juventud, aquel hombre bebió el espiritoso con
lentitud y deleite. Luego, cerró los ojos y entró en un plácido trance del que
ya no saldría.