Navego cruzando las neblinas que surcan el contorno de mis
pensamientos en busca de una orilla tranquila y poco rumorosa, donde poder
apearme de esta barca que ha dado cobijo a mis noches de huida; una orilla
donde poder empezar a reencontrarme. Atravesar la arena siguiendo un norte, con
la esperanza de crear un hogar siquiera sea provisional, vencido el enemigo.
La neblina empieza a desdibujarse de repente, alcanzo a
vislumbrar lejanamente esa orilla y el instinto se pone a la altura de mis
esperanzas: los temores van desapareciendo, las energías vuelven a dar cuerda a
la iniciativa. Siento que pongo el primer pie en tierra: noto alejarse una
prolongada zozobra. Tanto se asemeja lo que dejo atrás a lo que vencí: amor,
guerra… ¡y algún fruto de este árbol ya maduro!... sigo aquel norte. Una
conclusión inmediata, sobrevivir.
Hago camino y mis pensamientos van dibujando el mapa de la
personalidad que se rehace, resurge el espíritu protector de este árbol ya
maduro, hacia los frutos de su esencia, suturar las costuras del sentimiento
propio, para que germine desde una nueva tierra. Sentir de nuevo el hálito de
la existencia: volver a vivir.