Pensativo, cigarro en mano, Lucas observaba desde la butaca
de su despacho cómo, a través de la ventana, jugaban los niños. Corriendo,
cayéndose aparatosamente, riendo y llorando. Por detrás suyo, apareció
Federico. Bien ataviado como siempre, lucía una flor en el ojal de su americana
que le había regalado nuestro pensativo hombre durante un momento de
distracción de la amplia familia: las esposas conversaban y ellos aprovecharon
el fugitivo tiempo que les concedía la carne para estrecharse en un abrazo. El
corazón de Lucas se agrietaba, temiendo por la fractura del hogar, y palpitaba,
invadido de una pasión que sólo había concebido en el ideal. Federico se
acercó, Lucas alejó su mirada de la ventana, unos ojos frágiles que cedían al
impulso de sentirse vivo. Se sintió arropado cuando su amante le rodeó con el
brazo y, cuando notó que Federico le besaba la mejilla, una instintiva mirada
hacia los muchachos a través de la ventana pudo discernir a su mujer
observándole inmóvil, con la expresión quebrada.
Airadamente, Lucas se deshizo de su amante. Esfumado este,
Lucas se acercó a la ventana, el corazón ya no le palpitaba, la respiración se
le hacía agónica, y ya no vio a nadie a través. Volvió pesadamente hacia su
butaca, se sentó y observó su balanza de jurista con la severidad de su sangre
conservadora. Miró al cajón, lo abrió y sacó la pistola que, sin dudar, dirigió
hacia su cabeza dando fin a su vida.