Muevo las caderas, salto, bailo y sigo las melodías de
nuestra banda favorita con la voz bien alta. Mi pareja se fija en el
guitarrista, delgado, con una curiosa melena de galán medio calvo que no
renuncia a un estilo propio.
Bien entrada la noche, a las tantas. De regreso a casa, el
espíritu extasiado, el cuerpo agotado. La mente suspirando por un descanso. Nos
abrazamos en la cama un instante. Luego, cada uno se gira hacia su lado del
colchón, acomodándose para una larga noche de descanso.
Al día siguiente. Ya es mediodía y la escucho preparándose un
café. Me levanto y voy a su encuentro. Nos miramos, no hablamos. Ella sonríe
como leyendo a través de mis ojos la energía que la memoria reciente va
sedimentando en mi interior. Y, para activarla, se acerca al equipo de música y
pone, a un volumen suave, una balada de la banda de música. Se me acerca,
bailamos, los dos solitos en el lugar habitualmente destinado a los fogones,
lentamente, juntitos, lanzándonos miradas furtivas o mirando al pequeño
horizonte de las cuatro paredes que conforman nuestro matutino paraíso
doméstico.
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