La salida de una casa humilde. Caminando aletargado por el
calor acuciante, escucho las tertulias provenientes de casas con las ventanas
abiertas. Subo las escaleras hacia el parque, una tras otra con pesadumbre.
Ante mi mirada se alzan los árboles que ofrecen sombra y murmullos de parejas
enamoradas. Algún perro corre, veloz. Da la impresión de sentirse pletórico.
Conozco de sobra el parque. Sigo por el pequeño montículo que hay en su zona
central y atravieso un puente, en medio del cual a la sombra que ofrece un
viejo e imponente árbol, vegetación con toda una historia detrás, se reúnen
cuatro ancianos con sus pajarillos enjaulados. Finalmente, tras haberme
impregnado del olor a vegetación, salgo del parque y me acerco al mercado.
Allí, una mujer en los cuarenta, como yo, vende embutidos. Sé que ya está
acabando su turno. Cuando me ve, me guiña un ojo. Cuánto sube la autoestima ese
goteo de cariño que recibe uno en el día a día de su roce con la que se ha
convertido, por el azar de un primer encuentro feliz y el cuidado en el trato
emocional de aquello que llaman la sutileza de la compañía, en dilatada
compañera de este trayecto por la vida.
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