Con un inmenso dolor, Julio dejó que le cogieran por los
brazos y le llevaran a una habitación fresca y ventilada donde poder reposar.
Allí, en la penumbra de un espacio donde percibía voces difusas en su calidez y
cercanía, iba perdiendo la noción del tiempo. Una lejana intuición, cuando la
razón ya le fallaba, le hacía estremecerse al sentir que se acercaba el momento
en que alma y cuerpo se separarían. Le dieron un poco de agua, le pusieron una
toalla húmeda sobre la frente caliente. Los familiares estaban sumidos en la
desesperación, en un ambiente que se hacía consciente de que se iba la brújula
de la manada ¡Tantos años! Habían tenido tiempo de hacerse una idea de ello y,
sin embargo, llegado el momento el estado de parálisis era nuevo e inesperado.
Se acercó Miguelito, el pequeño del clan, esquivando cuerpos gesticulantes de
adultos con mayor conciencia, y mostró la senda con su instinto de vida,
cariñoso hacia el patriarca agonizante. Le susurró unas palabras al oído, que
el abuelo respondió alzando un grito de sagrado agradecimiento, y acarició el
brazo del anciano. El brazo de un cuerpo que, ya, yacía inerte. Se giró el niño
hacia la concurrencia, con un rostro que transmitía una plena conciencia del
momento, y los familiares entendieron como señal divina que ahí estaba el nuevo
guía de la familia.
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