Después de dormir en la tumbona un largo sueño, desperté
aletargado. Era un regreso obligado a la vigilia, al mundo de la conciencia. Un
regreso a mi vida que no deseaba en absoluto. Cinco noches de pasión y, como
resultado, el desaire que me demostraba que todo había sido un engaño de sutilezas
femeninas. Su regocijo era el dominio de mis emociones, un lujo ocasional
proporcionado por mi bolsillo fácil para los agasajos y la sensación de triunfo
final.
Lo más agradable ha sido el descanso de mi mente, en la
veraniega terraza de una suite que no sé
cómo pagaré, trasladada a mundos infantiles y otros de fervores más inocentes.
El último cubata de anoche sobre la mesa aún, junto al escritorio. La cama
deshecha magnetiza mi recuerdo con la evocación de sus formas en las huellas
del lecho. Me creo sollozar, porque no controlo ya el norte de mi vida. Una
pasión ausente cuyo fantasma pervive. Me acerco a la cartera y la constatación
acierta lo que era una intuición: bien que se cobró las horas de entrega al
placer. El pánico me impide llamar al camarero para que me traiga un café. Miro
el cubata semivacío sobre la mesa y dejo que mis manos lo alcancen. Sorbo su
líquido, ya carente de toda frescura o magia que pudiera invocar el brindis
nocturno. Me giro de nuevo hacia la terraza, el sol luce enérgico, decidido a
caminar hacia allí, trascender la barandilla y caer en el sueño eterno.
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