sábado, 26 de abril de 2014

Juegos de infancia

El niño juega feliz e inocente en la acera con el balón, entre bancos, paseantes y cerca de los coches. Sin embargo, tiene reflejos para estar al quite de los peligros, parece que lo tenga todo dominado, si bien lo cierto es que ahí está su padre vigilante haciendo las veces de ilusionado entrenador proyectando en su hijo los sueños que tuviera en la infancia, un vago recuerdo de la felicidad en la cual la ligera brisa que cubre la agradable tarde se elevaba sobre la frente inundándola de frescura.

 Entonces, recuerda, el mundo era una bicicleta de tres al cuarto y un sauce dejando caer suaves sus hojas verdes cerca de él, aparcado como estaba con la cháchara pícara de sus amigos, imbuido en un mundo de aventuras, verdaderas amistades e incipiente amor sublimado hacia la hija del ferretero, con su pelito moreno dorado por la luz del verano, sus pequeños pechos amaneciendo.

De golpe, vuelve al presente: mira a su hijo, le ve feliz y no acierta a salir de un vago estado de adormecimiento que le acompaña desde que la madurez le llevó a sus albores, cuando los amigos empezaron a pasar de la sencillez a figurar con una actitud de postín, la confianza se transformó en estrategia y la alegría por vivir en el sueño, profundo, de un paraíso que, sí, les alejo de la real transparencia.

El niño da un balonazo. Su padre, saliendo de las marismas de la reflexión profunda, se torna instintivo y salta, corre, azota el balón en dirección al pequeño y cae al suelo víctima torpe de la falta de práctica. Su hijo ríe a pleno pulmón, papá se incorpora un poco, todavía sentado, los pantalones sucios por una pequeña herida de azares deportivos, juegos de infancia que le despiertan al ver al chaval correr hacia él, lanzarse sobre sus hombros y agitarle de un lado para otro alborozado.


Y se dan un beso, conversan como adultos que son niños o niños que son adultos pero, en definitiva, están en la acera tendidos disfrutando de la brisa de una tarde suntuosa.

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