La vida está compuesta de las
experiencias que vamos acumulando mientras, en nuestro vagar cotidiano por los
senderos de la realidad, nos batimos azarosamente en esta o aquella aventura.
Pueden ser lances mayores o menores, y el estímulo que deje en nosotros muy
dispar. ¿Quién aportará pruebas fehacientes de que una vida tranquila al lado
del mar, mientras limpiamos mesas y servimos platos, será menos estimulante que
la de aquél abogado cosmopolita envuelto en mil casos penales? Lo cierto es
que, cabe decir aquí, la vocación va por dentro.
Además de esa vida que hemos elegido o
nos ha elegido para nuestras andanzas conscientes, lo que llamamos el mundo de
la vigilia, existe otro mundo lleno de experiencias, unas temporadas más
estimulantes que otras; a veces recordado tras su vivencia en el pequeño teatro
en que se convierte nuestra mente, otras olvidado con el despertar: se trata,
sí, del mundo de los sueños.
Así, disponemos de una doble fuente de
experiencias. Aquellas que son conscientes y aquellas tan vívidas
frecuentemente que se desarrollan en nuestra mente mientras dormimos. Podemos
remontarnos a un pasado consciente y transformarlo en un insólito viaje
inconsciente frecuentemente preñado de moraleja. Nuestras más íntimas ilusiones
y tormentos pueden tomar cuerpo mientras estamos entregados al descanso entre
las sábanas.
De uno y de otro mundo se nutren
nuestras existencias para alimentar el estímulo de vivir, o su sufrimiento.
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