Recuerdos remotos, de juventud alboreante: sueños de épica,
jugando a ser protagonista. El tiempo lleva a avanzar en el curso del camino.
Crudeza, soledad, sentido, también, del genuino calor ajeno.
En el camino, unos, se ven siempre como queriendo evitar
pensar en el final del sendero. Otros, afrontan el panorama con amplia
perspectiva: el ojo bien abierto, consecuente y preparado para cualquier
coyuntura futura. De estos últimos, unos afrontan el futuro con una sonrisa
hacia el cielo, un temblor purgado o una lágrima infernal; otros, desafiando al
Hades; los demás, ven en la visión científica de la vida su término al final
del camino, sin más expectativa que vivir la que les ha tocado en suerte,
sufriéndola o gozándola.
Y este camino, en sus albores, presenta una porcelana fina y
delicada de infancia; que crece hacia la rebeldía huracanada de una
adolescencia confusa, se consolida en la madurez modelando el genio a través de
la prudencia y cierta claridad en el saber deseado y mínimamente fructificado
ya. Al final del camino, en eso que llamamos vejez, se dice que se alcanza la
mayor sabiduría y virtud; también es la edad de la decrepitud. En ella, claro,
ven unos la puerta de la esperanza hacia un mundo mejor; otros, el final de un
libro, el de su vida, que van releyendo en reflexiones meditativas postrados en
una butaca ante una aburrida papilla de frutas.
En fin, ese camino, con sus múltiples interpretaciones y
misterios, lo atravesamos de formas divergentes que muchas veces chocan entre
sí por la simple ignorancia del sabio respeto o la animal, humana quizá al fin,
lucha por la vida.
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