Desde un espacio tristón, cuatro almas respiran ateridas. La
una se refugia en su mundo interior, de laberintos utópicos e ideas brillantes;
otro, calla, observa y saca sus propias conclusiones con la calma como virtud;
una tercera, se toma el frío, la falta de luz y el ligero esperpento con
alegría; por último, él procura mostrarse social, sensible y a la vez con ideas
muy propias. Terminado el cónclave, hay fumata blanca: habemus papam. Así que,
la virtud del silencio ha sido recompensada con la observación ajena y, quien
parecía un corderito, ha sido elegido guía por el resto de la manada. Sonrojado,
empieza a hablar, hace preguntas en lugar de sacar conclusiones y dinamiza un
poco su natural quietud, comenzando a transformar la calma en actividad como
rasgo definitorio. Él, quien fuera objeto de todas las apuestas, se alegra de
haber tenido ojo, valor y humildad para delegar; la una empieza a ver ideas
brillantes en su alrededor que la saquen de sus paraísos utópicos y, la última,
se serena al ver que empieza a llegar una ráfaga cálida y se ha hecho la luz.
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