Las sombras de mi conciencia son el hastío de la dedicación a
lo ajeno. Antaño cercano, ojos que me dieron vida, hoy cuido de los lazos
marchitos. Mientras otros delegan. Con la pequeña luz que da el plafón de mi
dormitorio, me fijo en el jarrón vacío sobre la mesa. Ese jarrón en que, en
otro tiempo, me sentí ramo. Y hoy, azares de una masculinidad incapaz de
arriesgar al esfuerzo compartido de lo menor, más ocupado en televisiones y
viajes, viviendo en un limbo que elude la conciencia, sin darse cuenta, claro,
que con ello provoca una sombra en la mía. Hace tiempo que vacié del jarrón la
última flor marchita, y, hastiada, emití un grito interior de rabia y rebeldía.
Un buen día me pongo la vida por montera, y encuentro una
cierta alegría. Tomo las riendas de mis amores, pero caigo en desamores.
Lanzada, quizá en busca de un nuevo hálito, me guía el impulso, la ensoñación y
la fuerza del orgullo y la rabia. Esquivé sus besos en busca de una
consolidación emocional, y cuando yo deseé los suyos él había caído de mi
femenino elixir ¿Qué camino tomar? ¿Renuncia? ¿Vuelta al principio en busca de
un semblante que me diera suerte diferente? Los lazos que creí sonrosados
pedían una afinidad azulada, y yo no supe, por entonces, si sería lo mío la
amistad con eso que el escarmiento llama el hombre y la vida a veces da nombre
sexualidad divergente. De modo que puse a la masculinidad que conformaba mi
habitual convivir a darse un chute de compromiso doméstico, salí en busca de
unas flores con que llenar mi jarrón y me adormecí con la pequeña luz del
plafón con la ilusión de que, quizá, la noche me diera el sueño de la paradoja
que disipara las sombras de mi conciencia.
Muy intenso!
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