Aquel anciano había sido un hombre joven y rudo. Al otro lado de la ley, se había dedicado al dinero fácil y la fuga rápida. Un día, con su bien preciado botín ya en el saco, perdió el favor de la fortuna: los policías le esperaban a la salida de la farmacia que acababa de robar. El destino fue la prisión y, cuando parecía llegarle el final del túnel con la condicional, fue atrapado en un nuevo robo. Los años fueron pasando y la rebeldía quedaba domada en un molde de madurez.
Pasados ya los cincuenta años, salió
definitivamente libre. No era moco de pavo, pensó, el tiempo que había pasado
en la cárcel. Reinsertarse, en un primer momento, fue difícil. Pasó penurias
mendigando unas monedas y durmiendo en albergues. Sin embargo, la consistencia
de la sabiduría adquirida hacía que su sentido de la justicia no se torciera.
Con el transcurrir de los años, se dio
cuenta de que había pasado la mayor parte del tiempo, desde que sus canas
recuperaron la libertad, en los alrededores de la catedral. Conocía todo tipo
de anécdotas sobre la misma y, entre la gente que sabía, era ya un personaje
que estampaba la zona con su aire humilde, ojos profundos y voz templada.
Pasaba los últimos tiempos sentado
junto a la entrada del monumento, abrigado y debilitado por los achaques de la
edad. Un turista japonés se le acercó, y le hizo una pregunta. Él no se movió.
Se armó un revuelo.
Convaleciente en el hospital, pensó
que la catedral había obrado un milagro; lo cierto era que volvía a sentirse
vivo tras haber visto el umbral de la muerte. Los habituales del templo, tanto
feligreses como paisanos de éticas más mundanas, se unieron para reivindicar un
feliz final al curso de su dura vida: así, se hizo habitual ver una silla bien
mullida en una sala a cubierto de la cafetería lindante con el majestuoso
edificio, en la que nuestro anciano disfrutaba de un café bien caliente
mientras contaba las anécdotas de la zona a quien quisiera acercarse a tomar
una consumición al local. Gracias a las ayudas de la catedral y el distrito, el
anciano pudo además tener cama y domingos de ocio. Y sintió, en el último
suspiro, que había vencido al ladrón, al preso y al vagabundo para recibir la
plenitud de sentirse un hombre útil y respetado.
Bien escrita, es una historia entrañable.
ResponderEliminarMuchas gracias, me alegra que te haya gustado. Un saludo.
ResponderEliminarCómo bien dices a veces se obra el milagro. De una manera u otra a todos nos va moldeando el tiempo. Escribes con esa ternura tan propia de ti. Un Brazo. Eli
ResponderEliminarMuchas gracias por tus encantadoras palabras, son propias de un sombrero bien calado. Otro Brazo de mi parte, que dejándolo manco moldeó la vida el genio a Cervantes y no vamos a ser menos:)
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