domingo, 21 de diciembre de 2014

¿Qué fue de mi Rolls Royce?


La verdad es que se había convertido en una gustosa costumbre llevar en la mochila el pequeño ordenador de camino al despacho que, con sangre, sudor y lágrimas, tenía alquilado en la calle Vientos del barrio de Bienso. No sé que tiene la gente contra los barrios suburbiales: si uno tiene reflejos, buenas piernas y sabe poner la voz en grito, todo va sobre ruedas.

Allí llegué yo con mi mochila que, además del ordenador, llevaba el túper con la comida para calentarla en el microondas que me había montado en el despacho. Colgué el abrigo en el armario mientras el suelo con pelusilla se removía un poco. Saqué el ordenador y lo dejé en el pequeño escritorio junto a la ventana que daba al patio interior, minúsculo y sin apenas luz. Una diminuta ventana por la que mi mirada muchas veces se perdía en reflexiones de índole diversa. Conecté el ordenador a la fuente de energía para que la batería me fuera fiel durante un rato y, mientras tanto, puse una infusión de manzana con canela a calentar en el pequeño microondas.

Durante la hora intensa que pude aprovechar para desarrollar las notas del sesudo informe en el ordenador, sentí esa peculiar satisfacción del profesional realizado con un trabajo que ama, y considera realizar con entrega y provecho. Se acababa la batería, sin embargo, cuando ya estaba a punto de empezar a desarrollar el título tercero, y decidí, conociendo a aquella máquina con la complicidad con que una mujer conoce su cabello, dejarlo en el final del título segundo y aprovechar para hacerme otra infusión y leer detenidamente los datos adjuntos a las notas del título tercero.

Estaba yo trabajando ya en otra oleada de energía sobre el título tercero y me paré a pensar en lo afortunado que era por poder gozar de un diminuto aparato que, si bien algún iluminado consideraba estaba anticuado, me llevaba la oficina encima. Tiempos aquellos en que empleaba la máquina de escribir. Con el título ya concluido y el trabajo, así, listo para la entrega, pensé en hacerme un homenaje con un buen cruasán en la pastelería de la esquina. Apagué el ordenador, a falta de imprimir el trabajo a la vuelta, y salí escopeteado a ese excelente nido de dulces que mi antigua socia Greta decía no era más que una fuente de colesterol industrial.

A la vuelta, tras haber saboreado mi café y mi pastita, me senté en el apañaíco escritorio, le di al botón de encendido en el ordenador y me empezaron a salir datos y datos con números interminables y colecciones de letras. Extrañado por la insólita pérdida de fiabilidad de mi ordenador, decidí apagarlo y esperar unos minutos a ver si se calmaba para encenderlo de nuevo. Procuré llamar a los buenos augures mientras miraba hacia el patio interior y, pasados unos minutos, lo intenté de nuevo convencido de que la repentina pereza de mi compañero de viaje se habría disipado. Sin embargo, volvieron a aparecer la misma retahíla de números y letras sin orden ni concierto. Me resultaba imposible transmitir mi voluntad al ordenador que se había vuelto, de repente arisco.

Nervioso e irritado, apagué la máquina, traté de considerar la mejor opción para obtener la impresión del documento concluido y no tuve otra elección que coger la mochila con el túper y el ordenador y acudir al informático del barrio. Arrepentido por haberme gastado los duros en el café con la pasta cuando no sabía el desfase que iba a crear en mis cuentas el imprevisto. Entré con la curiosidad de quien, como era mi caso, recurre por primera vez a los servicios de un profesional en particular, pues mi ordenador no había dado nunca problemas de muelas, fiebre, o similares que se le puedan achacar a un compañero que es ya como un hermano. Me sorprendió ver la figura de un hombre con el rostro rojo y venoso, de carácter nervioso y con ciertas manías propias de su avanzada edad. Me conciencié de que debía cargarme de paciencia y le di mi mascota.

Lo primero que me dijo fue que el ordenador no servía para nada, que por el dinero de la reparación me vendía uno nuevo. Pero a mí no me la cuelan. Un Rolls Royce Phantom II será un Rolls Royce Phantom II por mucho que pasen los años, me reafirmé sonriendo ante el nombre que tan cariñosamente le había puesto a mi ordenador cuando, hacía nada menos que cinco años, me lo regalara mi sobrina después de acabar la selectividad con excelentes notas y sus padres la recompensaran con un ordenador más adecuado para sus estudios universitarios de artes gráficas. Así que, sin demora, lo que hice fue plantarme en seco desde el fondo del corazón y exteriorizar una diplomacia que le indicaba mi voluntad de obtener el ordenador reparado. Tras suspirar y chistar un poco, me dijo que necesitaba un poco de tiempo para mirarlo, y que lo pasara a recoger al día siguiente a última hora de la mañana. Con toda mi buena voluntad, le dije que lo necesitaba para media mañana, pues debía entregar el trabajo antes de mediodía. Me contestó, azorado, que tenía visita con el cardiólogo a primera hora de la mañana, pero que dada la excepcionalidad del caso se pondría con el ordenador tras cerrar a última hora y lo tendría listo para cuando llegara al día siguiente del médico. Se lo agradecí infinitamente y me interesé con cortesía por su salud. Encogido y con temores, confesó que estaba pendiente de un by-pass. Le deseé que le fuera bien la prueba, recomendándole calma, y me fui tranquilo de nuevo al despachito, donde comí pausado las sabrosas salchichas de mi túper y pasé la tarde trabajando a la vieja usanza: boli y folio en mano.

Al día siguiente, llegué a su tienda a la hora convenida. Me extrañó ver el local cerrado y esperé contando los minutos para recibir mi ordenador, imprimir el documento y correr a entregarlo para recibir la minuta. Tuve tiempo de acordarme de toda su familia, pero cuando llegó un cuarto de hora más tarde, acelerado y con la cara más roja si cabe que el día anterior, me compadecí de él y no chisté. Entramos en la tienda, me comentó que el ordenador ya funcionaba perfectamente y se dispuso a encenderlo ante mí para demostrármelo. Mi viejo Rolls Royce Phantom II seguía emitiendo esas letras y números aceleradamente y sin concierto. El hombre me juró que lo había arreglado, despotricó contra las carencias del avejentado aparato y fue alzando y alzando la voz, y hablando cada vez más rápido. Le temblaban los brazos al gestualizar, se le inflamaban las venas del cuello, los ojos se desorbitaron por fin y cayó con toda la fuerza de su cráneo sobre mi querida mascota, que no soportó el golpe seco y se quebró como años antes se quebrara mi querido scooter en la autovía del Levante. Caí de rodillas en duelo, me brotaron las lágrimas y los ojos húmedos dejaron de discernir el entrañable ordenador y aquel cabezón viejo achacoso que había dado al traste con la fiabilidad alemana de mi mascota y los ingresos que me debía reportar la entrega del documento.


No soy yo muy católico, así que no velé a mi Rolls, tan sólo lo entregué a un desguace para que sus órganos fueran aprovechados por aparatos jóvenes y saludables como lo fue él en su larga vida. Junto a la pequeña ventana del despacho, todavía triste, pensaba en qué fortuna quiso deshacer la sociedad que formábamos, el lazo que teníamos. Y por fin, quitándome una cana de la ceja ante el reflejo del cristal, pensé que era simplemente que unos y otros nos hacemos irremediablemente viejos. 

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