Pasar unos días
junto a ti, en un lugar que me vio disfrutar de la juventud y amanecer a la
madurez, recordar aquellos tiempos de conversaciones tímidas, confesiones
maduradas ante un modesto manjar y abrazos frecuentes de la más pura amistad.
Todo ello me remueve y me conmueve, y ansío ver, tras años de noticias
esporádicas ante la distancia en el espacio y aquella que provocaron las
personas que se nos cruzaron, los compromisos que no nos atrevimos a adquirir;
esa cara que ya no será la de una chiquilla noble, fina en su delgadez y
maneras.
En el autobús
que me conduce a lo que muchos llaman su casa y tú siempre has llamado prosaica
“mi humilde morada”, cruzo unas palabras con el joven despistado que se acaba
de sentar a mi lado, exhausto tras dejarse la mochila sobre el regazo. Las
aceras lluviosas me hacen evocar los otoños de antaño; el tiempo que refresca,
me lleva al recuerdo caprichoso de la cazadora que me regalaste un día no muy
diferente a priori de cualquier otro. Sonrío irónico ante el vuelo de nuestro
juego: ¡no estoy lejos de casa! La lluvia atiza, los cristales crean una
cortina que impide ver con nitidez el exterior y me sorprendo ante el reflejo
de mi cara, unos cuantos años más viejo que en las fotos revisitadas estos
últimos días ¿Cuál fue nuestra tozudez, nuestro sangrado desencuentro?
Desciendo del
bus, resguardado del chaparrón bajo mi amplio paraguas gris, suspiro en un
amago de congoja e invade mi cuerpo una ola de bienestar. Quizá sea eso que
llaman esperanza. He cruzado estas calles incontables veces en el paréntesis de
los años, unas veces con destino a un encuentro ocioso, otras medio dormido de
camino a una tempranera cita laboral. Cada vez se hacía más vaga la huella, más
difuminado el recuerdo de nuestra amistad.
La lluvia cede
a mi paso. A punto de llamar al timbre, escucho tu inconfundible voz darme un
grito desde lo alto. Veo tu balcón con plantas: recuerdo algo extrañado aquella
ineptitud juvenil para las aficiones tópicamente femeninas. Me sorprende ese
cuerpo fondón embutido en un vaquero y un jersey grueso que parece de lana negra.
Llevas gafas y me impeles a que te dé muestras de que no me he quedado mudo
durante estos años. Así que te saludo efusivo, bromeo, te pido que me abras y
me acerco de nuevo al telefonillo del portal, con mi absurda maleta de fin de
semana y el paraguas, con el espíritu agitado. Recibida la señal, atravieso el
primer umbral del edificio.
El ascensor sube
con decisión hacia el séptimo. La mujer que se ha subido junto a mí refunfuña a
su perro, que olfatea mi paraguas. La respiración se acelera, hago un gesto
nervioso con el paraguas que hace ladrar al animal. El ascensor se detiene y,
Misia, abres la puerta, ocultando las canas de tu cabello negro con artificios
de peluquería. Tras despedirme con voz entrecortada de la señora que subía
conmigo, me fundo en un abrazo contigo que contiene el anhelo compartido, y la
angustia de la soledad en el recuerdo de aquello que se creía perdido ¿Qué
estamos haciendo? Una llamarada de ilusión tras la desesperación y la
irreverente reaparición de tu mirada.
Quisiste ser
ingeniera y ahora tan sólo queda de ello la pista de un piso repleto de
fotografías de grandes construcciones: puentes, industrias aparentemente
estériles en colores fríos... engalanados por cuidados marcos. Me conduces
risueña a la habitación de invitados, donde dejo rápidamente las cuatro cosas
que he traído y me vuelvo a meter en esa fiesta a dos que tiene un aire a
picoteo de buena cocinera y alcohol ligero. Sentados entre sonrisas ilusionadas
mientras, de vez en cuando, nos exaltamos ante un trueno o la fuerza repentina
que cobra el aguacero.
Quizá pensemos
los dos que este pequeño lapso de tiempo que nos ofrecemos empezó a
desvanecerse cuando nos vimos. El tiempo en una cuenta atrás. Tratando de hacer
rebrotar aquella química añeja, comprobamos cómo el tiempo que nos ha hecho
duros y más fríos, nos da otro varapalo: la compañía cotidiana que alimentaba
nuestra amistad se ha convertido en un lugar al otro lado del abismo que no
puede enlazar con el presente ni uno de tus bonitos puentes deseados. La
frustración se manifiesta en nuestra actitud incómoda, silencios prologados. El
organillo de nuestra felicidad desapareció. Con los platos vacíos ya ante una
mesa que quedará grabada en la memoria, me invitas con una lágrima resbalando
del ojo a desaparecer hacia la habitación de invitados. Pero, mañana, no te
extrañarás de que haya optado por el sigilo durante la noche para largarme y
poner, con ello, la tirita sobre el sueño frustrado de una recuperada amistad.
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