martes, 16 de diciembre de 2014

Puentes


Pasar unos días junto a ti, en un lugar que me vio disfrutar de la juventud y amanecer a la madurez, recordar aquellos tiempos de conversaciones tímidas, confesiones maduradas ante un modesto manjar y abrazos frecuentes de la más pura amistad. Todo ello me remueve y me conmueve, y ansío ver, tras años de noticias esporádicas ante la distancia en el espacio y aquella que provocaron las personas que se nos cruzaron, los compromisos que no nos atrevimos a adquirir; esa cara que ya no será la de una chiquilla noble, fina en su delgadez y maneras.

En el autobús que me conduce a lo que muchos llaman su casa y tú siempre has llamado prosaica “mi humilde morada”, cruzo unas palabras con el joven despistado que se acaba de sentar a mi lado, exhausto tras dejarse la mochila sobre el regazo. Las aceras lluviosas me hacen evocar los otoños de antaño; el tiempo que refresca, me lleva al recuerdo caprichoso de la cazadora que me regalaste un día no muy diferente a priori de cualquier otro. Sonrío irónico ante el vuelo de nuestro juego: ¡no estoy lejos de casa! La lluvia atiza, los cristales crean una cortina que impide ver con nitidez el exterior y me sorprendo ante el reflejo de mi cara, unos cuantos años más viejo que en las fotos revisitadas estos últimos días ¿Cuál fue nuestra tozudez, nuestro sangrado desencuentro?

Desciendo del bus, resguardado del chaparrón bajo mi amplio paraguas gris, suspiro en un amago de congoja e invade mi cuerpo una ola de bienestar. Quizá sea eso que llaman esperanza. He cruzado estas calles incontables veces en el paréntesis de los años, unas veces con destino a un encuentro ocioso, otras medio dormido de camino a una tempranera cita laboral. Cada vez se hacía más vaga la huella, más difuminado el recuerdo de nuestra amistad.

La lluvia cede a mi paso. A punto de llamar al timbre, escucho tu inconfundible voz darme un grito desde lo alto. Veo tu balcón con plantas: recuerdo algo extrañado aquella ineptitud juvenil para las aficiones tópicamente femeninas. Me sorprende ese cuerpo fondón embutido en un vaquero y un jersey grueso que parece de lana negra. Llevas gafas y me impeles a que te dé muestras de que no me he quedado mudo durante estos años. Así que te saludo efusivo, bromeo, te pido que me abras y me acerco de nuevo al telefonillo del portal, con mi absurda maleta de fin de semana y el paraguas, con el espíritu agitado. Recibida la señal, atravieso el primer umbral del edificio.

El ascensor sube con decisión hacia el séptimo. La mujer que se ha subido junto a mí refunfuña a su perro, que olfatea mi paraguas. La respiración se acelera, hago un gesto nervioso con el paraguas que hace ladrar al animal. El ascensor se detiene y, Misia, abres la puerta, ocultando las canas de tu cabello negro con artificios de peluquería. Tras despedirme con voz entrecortada de la señora que subía conmigo, me fundo en un abrazo contigo que contiene el anhelo compartido, y la angustia de la soledad en el recuerdo de aquello que se creía perdido ¿Qué estamos haciendo? Una llamarada de ilusión tras la desesperación y la irreverente reaparición de tu mirada.

Quisiste ser ingeniera y ahora tan sólo queda de ello la pista de un piso repleto de fotografías de grandes construcciones: puentes, industrias aparentemente estériles en colores fríos... engalanados por cuidados marcos. Me conduces risueña a la habitación de invitados, donde dejo rápidamente las cuatro cosas que he traído y me vuelvo a meter en esa fiesta a dos que tiene un aire a picoteo de buena cocinera y alcohol ligero. Sentados entre sonrisas ilusionadas mientras, de vez en cuando, nos exaltamos ante un trueno o la fuerza repentina que cobra el aguacero.


Quizá pensemos los dos que este pequeño lapso de tiempo que nos ofrecemos empezó a desvanecerse cuando nos vimos. El tiempo en una cuenta atrás. Tratando de hacer rebrotar aquella química añeja, comprobamos cómo el tiempo que nos ha hecho duros y más fríos, nos da otro varapalo: la compañía cotidiana que alimentaba nuestra amistad se ha convertido en un lugar al otro lado del abismo que no puede enlazar con el presente ni uno de tus bonitos puentes deseados. La frustración se manifiesta en nuestra actitud incómoda, silencios prologados. El organillo de nuestra felicidad desapareció. Con los platos vacíos ya ante una mesa que quedará grabada en la memoria, me invitas con una lágrima resbalando del ojo a desaparecer hacia la habitación de invitados. Pero, mañana, no te extrañarás de que haya optado por el sigilo durante la noche para largarme y poner, con ello, la tirita sobre el sueño frustrado de una recuperada amistad.

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