Una persona camina pausada en la
cocina de su casa, de un lado a otro con respirar tranquilo. Reflexiona, y
piensa en los momentos perdidos en la lentitud de sus ritmos vitales. Ha
conquistado su mundo, no tiene duda, pero se está perdiendo el resto de los
mundos.
Otra persona entra en la cocina,
camina presurosa de un lado a otro mientras consume un café solo bien cargado.
Le habla y le habla mientras el otro permanece atento pero silencioso. Ella se
aventura a conquistar tierras remotas de las que ha oído leyendas de
modernidad. Sin embargo, en la rápida navegación de aquí para allá,
conquistando ahora esta experiencia ahora esta visión, siente que no tiene
espacio para su propia reflexión. Para el mundo de sí misma. Así, tenemos
frente a frente a la vasta Tierra, a la que le falta su pequeño satélite
interior, y a la pequeña luna, que ve el planeta desde la oscura lejanía.
La luna le entrega su luz blanca en la
oscuridad de la noche a la persona inquieta entre oleaje nocturno. La Tierra
entrega toda su paleta de colores a su pequeño satélite. Y, la una con la otra,
encuentran sentido.
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