jueves, 5 de octubre de 2017

La sombra de un milagro


El gran creador lidiaba con la flor y nata de la economía del lugar. Era un hombre vanidoso, visionario y torrencial. Siempre pensaba a lo grande. Los edificios que creaba eran de una singularidad que dejaba a todas luces su impronta. Sin embargo, el vuelo celeste de su pensamiento necesitaba de alguien que lo enraizara en la tierra. Un aventajado discípulo se convirtió en su ayudante. De él surgirían distinguidos detalles de la obra que pasaban para todos como creación del afamado maestro. Hacía algún proyecto por su cuenta, pero él lidiaba con el tendero que había logrado unos ahorros para realizar, a través de las dotes del discípulo, el sueño de su vida. Nada de corbatas, trajes y brindis en salones distinguidos para el terrenal creador. Él creía que en una impronta más humilde, en las personas y en el recuerdo de las formas inmateriales. Mientras su maestro fue un cascarrabias de solitario ego sin lazos familiares ni demás afectos más allá de la sombra de un milagro, las apariencias artificiales y su obra material, su discípulo le dio una  tierra sobre la que asentar sus delirios y un hombro sincero sobre el que llorar sus ocultas debilidades. Al final, la grandeza estuvo, no tanto en la  vista alzada al sueño celeste, sino en la tierra firme sobre la que se produjo aquella feliz confluencia de talentos. Nada más que la sombra de un milagro.

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