El gran creador lidiaba con la flor y nata de la economía del
lugar. Era un hombre vanidoso, visionario y torrencial. Siempre pensaba a lo
grande. Los edificios que creaba eran de una singularidad que dejaba a todas
luces su impronta. Sin embargo, el vuelo celeste de su pensamiento necesitaba
de alguien que lo enraizara en la tierra. Un aventajado discípulo se convirtió
en su ayudante. De él surgirían distinguidos detalles de la obra que pasaban
para todos como creación del afamado maestro. Hacía algún proyecto por su
cuenta, pero él lidiaba con el tendero que había logrado unos ahorros para
realizar, a través de las dotes del discípulo, el sueño de su vida. Nada de
corbatas, trajes y brindis en salones distinguidos para el terrenal creador. Él
creía que en una impronta más humilde, en las personas y en el recuerdo de las
formas inmateriales. Mientras su maestro fue un cascarrabias de solitario ego
sin lazos familiares ni demás afectos más allá de la sombra de un milagro, las
apariencias artificiales y su obra material, su discípulo le dio una tierra sobre la que asentar sus delirios y un
hombro sincero sobre el que llorar sus ocultas debilidades. Al final, la grandeza
estuvo, no tanto en la vista alzada al
sueño celeste, sino en la tierra firme sobre la que se produjo aquella feliz
confluencia de talentos. Nada más que la sombra de un milagro.
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