El privilegiado niño creció entre pintores que trasladaban
sus talleres a casa para decorar el rico espacio doméstico. Al principio, los
recibió con cierta aversión, como gente extraña que venía a invadir la paz de
su intimidad. A medida que fue pasando el tiempo, el niño se acostumbró a
acercarse curioso para ver cómo desarrollaban sus trabajos aquellos artesanos.
Ello generó un trato afable del que surgieron afectos entrañables. Sin embargo,
llegó el día en que los trabajos concluyeron, los lienzos quedaron expuestos
con toda solemnidad en la casa y los pintores se fueron.
El niño ya se había convertido en un adolescente inquieto,
que cubrió la falta de aquel mundo que le daban los secretos de la creación en
curso callejeando por la ciudad entre chavales de menor linaje que hacían
aflorar en él la vitalidad que creyó peligrar. Se escaparon por montes y
pueblos, descubrieron ruinas medievales en espacios que no creyeran tan
cercanos y el chico amó. Llegado un buen día, las noticias de las travesuras
del chaval en prohibido mestizaje con clases inferiores alarmaron al padre, que
lo recluyó no sin pena como castigo y ahuyentó a los entrañables amigos,
temerosos ante su autoridad poderosa.
Tras un mes de doméstico cautiverio, el desconsolado chico
pudo recuperar su perdida libertad de movimientos, perdonado por su padre. El
chico, aunque algo temeroso de la figura de aquél, recorrió antiguos espacios
en busca de sus amigos sin éxito. Apenado, un día cogió unos cuadernos de casa
y se fue a aquellos lugares de su recuerdo, con el firme propósito de dejar
huella indeleble en su memoria. Dibujó las calles, los montes, los pueblos y
las ruinas, y, de memoria, reproducía en ellos las figuras de sus amigos.
Viendo aquellos dibujos prodigiosos, su padre, conmovido, acabó capitulando y,
no sólo le devolvió sus antiguas amistades, sino que aceptó su solicitud de
entrar como aprendiz en el taller de uno de aquellos excelsos pintores que,
tiempo atrás, decoraran su casa y dieran forma a su imaginario.
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