Su vida llegó a la edad media de tiempos pretéritos, cuando
no se alcanzaba la cuarentena. Tenía una tez blanquecina, los ojos se le
achinaban cuando sonreía y llevaba el cabello negro en una melena revuelta. A
su marido le conté mis secretos sobre el amor, que él encauzó dándoles luz. Una
luz que ella temía y adoraba: gozaba de la invasión de un rayo matinal en su
piel con lunares, y luego le invadía cierta incertidumbre. Ese recurrente
temor. Me la encontraba, en las mañanas de aquella tormentosa juventud, dando
atenciones a mis seres cercanos. Más allá de lo que un salario estipula, ella
ofrecía cariño natural. Luego, llegó la tormenta esperada que se llevó una vida
por los senderos del misterio ultraterreno. Aquella mujer de tez blanca, lunares
y cabello negro, siguió participando de esa lejana etapa de nuestras vidas,
cada vez más espaciadamente. La última vez que la vi, lucía un cabello corto a
la luz de una esplendorosa tarde junto a la gran ventana de nuestra cocina.
Luego, desapareció dejando tras de sí el rastro del misterio como única huella.
Al cabo de un tiempo estimable, aquel que permite al ser querido asentar la
asimilación del fuerte impacto, sonó el teléfono en la habitación contigua de
nuestro hogar ya más chiquito y sin aquella hermosa cocina. Era su marido, que
llamaba desde el sosiego para transmitir la pérdida del ser querido. Dos vidas
se fueron, así, con sendas tormentas, pero su recuerdo se asentó en quienes les
quisieron.
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