La luz me impide verte con claridad al atardecer. Cuando,
sentado en una cafetería, recibiendo el aroma del domingo que empieza a
despedirse a través de mi cortado, te acaricio la pelambrera. Escucho tu
respirar, intuyo el húmedo y caluroso vaho que exhala tu calor animal. Te
acaricio de nuevo y emites un pequeño gemido de agrado. Luego, disfruto escuchando otras
voces de otras latitudes en este centro nuestro cosmopolita. Vagamente, veo
llegar la luz artificial del anochecer. Ha refrescado, mi cuerpo se enfrenta al
peso del retorno con el poso de una dominguera tarde a la que, en mi gozo,
envío palabras de gratitud en forma de despedida. Cojo la correa, y me dejo
guiar por ti, lazarillo, de vuelta a casa. Farolas vagas, figuras animadas
apenas distinguidas, se me va la vista y tu compañía es ya una amistad fiel y
un vínculo necesario.
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