Amanecía temprano en el reino del Don Juan caído. Desposeído
del misterioso don de la seducción, la decadencia de la edad llegaba sin
compañía. Caprichosa fue la conquista del vergel en los años de esplendor,
cuando lucía cabello rubio, un cuerpo esbelto y la voz grave emanaba de sus
labios carnosos. Ahora, tan solo le quedaba soledad y la nostalgia de quien no
se quiere reconocer errado: ¿Qué fue de las deliciosas oportunidades que le
ofreció el amor de enlazarse con virtuosas damas? Se cruzó, comenzaba a tomar
conciencia de ello aquella mañana invernal, con mujeres hermosas que llegaban a
la excepción por el detalle de una sonrisa celestial, turgencias oportunas a un
día de furor… pero el corazón de Don Juan permanecía hermético en su deseo de
alzarse con más trofeos. Hubo ocasión, la conciencia de Juan Caído empezaba a
realizarlo nítidamente… sus ojos de repente despiertos lanzando una mirada al
horizonte… en que las formas bellas se unieron de tal modo a un fondo virtuoso
que sintió su habitual temperamento tambalearse. En la soledad de sus postreros
años, recordaba que los versos de la seducción utilizados como puñales
hubieron, un buen día, atravesado el único corazón que le reservaba la vida.
Mientras caía una lágrima de desdicha desde sus ojos antaño
profundos y brillantes, cogió el cercano puñal y, asiéndolo con ambas manos, lo
hundió en el fondo de su corazón, callando a través del acero una vida loada
por muchos acólitos como diestra y únicamente la postrera leyenda conoció que sólo
supo amar a través de un último suspiro.
Que tragedia, una vida desperdiciada como tantas.
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