Un día tormentoso de otoño, Alvar, caballero a medio camino
entre el arte y la técnica, retocó la cornisa de su cuerpo con un simple gesto
de la mano sobre el tupé. Pensativo, apagó la brasa del cigarrillo en el
cenicero del escritorio y se levantó de su silla acariciando el respaldo de
cuero. Dejando atrás proyectos y cuentas, se dirigió hacia la puerta que
comunicaba el despacho con el salón. Cuando iba a abrirla, sonó el timbre del teléfono
fijo, pero lo obvió.
En el salón, leía su joven hija, universitaria y rebelde,
idealista vertiginosa que era el orgullo y fiel reflejo de su padre. Silencioso
para no espantar al pajarillo, la observó desde la quietud. Y se quedó así un
buen rato. Finalmente, ella alzó la mirada impulsada por un bostezo de su
cuerpo y descubrió su figura. El padre sereno saludó a la hija fantasiosa, ella
le sonrió y dijo un par de frases cálidas, y Alvar sintió un interno ardor de
felicidad, que encauzó rodeando con el brazo la barra sobre la que giraba la
escalera bañada en bronce que conducía al primer piso. Escuchó a su mujer dando
un muy andaluz grito desde la cocina indicando que la comida estaba lista,
respondió con voz segura, grave y contundente, y alzó la mirada intentando
atisbar el inicio del pasillo del primer piso, donde se ubicaban los
dormitorios, donde desde hacía tres generaciones había vivido su familia, y
lugar en que había sido concebida la niña de sus ojos. El enfermero atravesó,
tras un respetuoso gesto de saludo, el salón con el anciano abuelo en silla de
ruedas, quien rechistaba como siempre suspirando por un cigarrillo. Una copa de
vino, papá –le dijo Alvar-, una copa de vino con el almuerzo. Los cuatro por
fin alrededor de la informal mesa en la cocina. Una sopa y, en el horizonte,
paella de marisco que olía de maravilla. Llovía, la madre ironizaba, el abuelo
escuchaba sin perder ripio mientras sorbía la sopa calentica, la hija
alborotaba y Alvar, que un rato antes sintió un pequeño vacío en su despacho,
moderaba con ecuanimidad reconociendo con gusto, en su interior, que ese
pequeña inquietud que le provocó impulsarse a abandonar, un poco antes, sus
tareas profesionales, no era otra que el ansia del cotidiano calor familiar.
Sabiduria!
ResponderEliminarMuchas gracias. La palabra que has escogido, en mi opinión, refleja un estado que cuaja con cuando se ha surcado una parte medianamente significativa de la vida. Me encanta que la veas reflejada en el relato, pues anima a pensar que se ha conseguido transmitir a través de alguno de sus personajes. Un saludo.
EliminarEl calor familiar cotidiano ni se compra ni se vende... ¿a donde volver?
ResponderEliminarQuizá al recuerdo... y al futuro y la esperanza. Sobre todo a las verdades. Sin embargo, no hay duda: ni el pasado, ni el presente, ni el futuro son garantía de calor. Es mi humilde reflexión. Muchas gracias por tu comentario y un abrazo, Elisabet.
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