La estrecha
calle que daba la espalda al mercado municipal tenía recovecos. A la salida del
trabajo, el gandul frutero, fortachón y bien plantado a sus treinta y dos años,
se reunía cotidianamente con una joven que atraía las miradas por su cresta
rubia rodeada de una cabeza rapada teñida de verde. Mujer alta, con formas y
pantalón de cuero que desafiaba al viandante. Se solían coger de la mano,
echarse unas risas y dar unas zancadas hasta uno de esos recovecos en que se
besaban apasionadamente y, si ocasionalmente les caía la noche, se atrevían a
algo más. Lo que más morbo daba a aquel pillo de la pasión de su chica no eran
sus ojos en trance, ni el trasero, ni los pechos que tanto invitaban a jugar.
Era el aro que colgaba de su labio superior y daba a los besos de aquella fiera
encrespada un sabor metálico que le recordaba a la infancia junto a su padre en
la herrería.
Era una
muchacha inteligente, que daba tumbos entre los libros académicos, siempre
logrando dar un paso adelante en su formación dejando que en ese recorrido
sobresaliera la medalla de un nuevo episodio vital experimentado con
intensidad. Sin embargo, un buen día ella le lanzó el gran desaire, y él quiso
ser más orgulloso que conciliador. El resultado fue que la joven encrespada
salió de la vida del esbelto frutero. Durante años, tuvo aquel hombre un
recuerdo recurrente, a veces nostálgico, de la época de a dos. Con la edad,
cuando caía en tal estado solía acabar por preguntarse qué habría sido de ella.
El tiempo había hecho de él un padre sin más sueños que los del sustento, y la
memoria que trazaba su recuerdo, convertida ya en una brumosa fantasía a base
de su recurrencia, la imaginaba viviendo a cien en mundos alternativos. Sin
embargo, un día cogido de la mano de su hijo y presa del febril celo con que lo
solía observar su posesiva esposa, la vio por la calle, vestida con una
chaqueta y falda, camisa azul y pañuelo. No la reconoció en un primer momento:
venía caminando escondida tras unas gafas de sol en alegre conversación con un
dandy. Pero ella, su amor, su deseo metálico, se paró a su altura, con un gesto
de la mano se retiró las gafas negras y le miró directa y punzante… para luego
calárselas de nuevo y seguir su marcha en un desaire que todavía mostraba el
orgullo ante la vieja rencilla.
La imaginación aflora en el escritor.
ResponderEliminarMe ha gustado el relato.
Hola, Teresiña: por tu comentario, parece que algo se te está pegando a ti también. Muchas gracias y un abrazo.
ResponderEliminarBuen relato. Ánimo
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