jueves, 15 de agosto de 2013

Y un rostro para enmarcar

Sorprende cómo la vida repite el lugar común cuya cantinela hemos oído siempre y llegamos en algún momento de nuestras vidas a experimentar. La juventud atrae al sexo opuesto muchas veces por la frescura de su cuerpo, su vivacidad inocente, un punto quizá ingenuo que la hace más maleable. En cambio, si miramos hacia arriba en la franja de edad, vemos cuerpos que ya han pasado su mejores momentos, a los que no sienta tan bien un escote o una camisa más ceñida de lo necesario para no delatar la curva de la felicidad. La mujer madura, el hombre maduro, han dejado normalmente atrás inocencias y sueños desproporcionados para encontrar un punto más realista en la vida, donde le piden cosas más normales, reales, y han podido conformar una mente más equilibrada. Siempre está, sin embargo, quien no sabe madurar y siempre estará en una nube, o el o la joven precoces en su lucidez, serenidad, sorprendentes quizá en su valentía. Así, no extraña a nadie el caso del viejo inmaduro que se lía con una joven embelesada por su status, de la misma manera que uno recuerda con una grata sonrisa al anciano escritor José Saramago que pasó los últimos años con una mujer mucho más joven que él con la que se complementaba a las mil maravillas. Y todo esto cuando al hombre que soy yo se le va esfumando poco a poco el calor del verano y con él los bellos cuerpos juveniles que hacen un regalo a la vista o la elegancia nocturna de una mujer madura ataviada con un hermoso vestido negro, collar y un rostro para enmarcar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario