Un buen día, me enseñaron algo que nunca había descubierto
por mí mismo. Ensimismado, llevaba tiempo reservándomelo todo para mí. Y fue un
buen día, sin comerlo ni beberlo, aunque lo cierto es que estábamos compartiendo
un café con su dulce. Sin comerlo ni beberlo, llegó la enseñanza con el
estómago trabajando. Me pregunto si tantas teorías, si tantas reflexiones y
análisis de los sentimientos tuvieron algún efecto más allá de otorgarme cierta
predisposición al entendimiento. Porque lo cierto es que el reflejo de las
enseñanzas librescas lo vi claramente en sus ojos, en sus gestos y en el
discurso de su voz. En aquellos momentos, me di cuenta de que la verdadera
enseñanza provenía de una mañana de invierno, de una cafetería en una mesa de
dos, de su grata compañía y el arte de vivir.
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