Un pequeño lugar. Almas que viven en salvaje libertad. Joven
y fuerte, Juan aparta su mirada del fuego de la chimenea y se despide con voz
seca de su mujer. Siempre fue un hombre de apariencia áspera y fondo tierno.
Con la escopeta a cuestas, saluda a la salida de la aldea al
viejo Siabin, hombre curtido en mil batallas cuyo consejo es un oráculo sobre
el futuro. Advertido por aquellos que le pidieron auxilio, orientado por el
anciano, sube por la carretera hacia el monte frío y nevado. Hay un ciervo
muerto a un lado de la carretera. Le sobrepasa un todoterreno y da un respingo.
Se centra y se adentra entre los matorrales hacia la verde naturaleza vestida
de blanco. Camina un buen rato, el silencio ya no lo altera ni el más valiente
animal. Ve cerca el pequeño sendero oscuro que le indicó el viejo Siabin y sabe
que el momento se acerca. Sostiene con firmeza la escopeta, penetra en el
camino en busca de los retoños, a sabiendas de que allí estará, negra en la
inmensidad de su cuerpo, la bestia custodiando. Los ve, niños de alma
secuestrada en calma aterrorizada, silenciosos. Y ahí que aparece el temido
enemigo. Descarga la escopeta: un tiro, dos, tres… cae al suelo zarandeado por
la bestia. Ciega de rabia. Él recuerda el oráculo del viejo y, a merced de la
ciega fuerza bruta, lanza una mirada nítida de ternura a los retoños. Sonríen,
salen de su letargo y empiezan a gritar al fiero animal, que hace esfuerzos por
cubrirse los oídos, pierde la orientación, el equilibrio y, finalmente, cae. El
valiente se lleva a los retoños de vuelta, y el viejo Siabin, cuando los ve regresar, esboza una pícara sonrisa, sabedor.
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