Adormecido por una noche de cavilaciones incesantes, veo con
cierta desesperación la llegada del amanecer. Me pesa la mochila de un día que
no hace más que empezar, víctima del cansancio, el pesimismo y una excesiva
carga laboral. Derramo los cereales sobre la mesa de la cocina, casi resbalo en
la ducha y salgo a la calle con calcetines desparejos.
Me demoro un poco: he pensado que sería buena idea tomar un
café bien cargado, aunque no sea santo de mi devoción. Entro en la cafetería y
mi mirada se emborrona ante los pechos de la camarera: no hay una nítida
percepción de lo que podría haber sido una sugestión matinal.
Salgo hacia el metro, pero el café parece que, o no ha hecho
aún efecto, o no ha sido suficiente para despertar mis alertas: me subo en
dirección contraria. Tardo un par de paradas en darme cuenta del desliz, pero
el repente que me provoca caer en la cuenta me envía de un salto al andén.
Finalmente, llego al hospital, donde me espera un paciente y el equipo de
ayudantes. En el quirófano, noto un coro de voces hablando al capitán de un
barco a la deriva y, finalmente, cuando voy a hacer la primera incisión con el
bisturí, me desmayo. Estaba anunciado, dicen algunos en los rumores de
pasillos. Volverá a ejercer, dicen otros, más afectivos.
Lo cierto es que no me doy cuenta ya de lo que pasa, mi vida
transcurre entre un susurro de voces que se acercan y se alejan, algunas
familiares. Un día, abro los ojos. Veo a una mujer con una bata blanca
mirándome atentamente y tratando de comunicarse conmigo. Balbuceo, sonríe. Poco
a poco, voy recuperando el tono: mi conciencia va volviendo a ubicarse con el
tiempo, alcanzo a hablar con naturalidad y, por fin, me dan el alta en el
hospital. Ese día es especial: paseo con mi compañera, cenamos con cava y hacemos
el amor. La vida gira y gira, y no se detiene mientras siga dando vueltas,
pienso antes de revolverme en la cama y caer en un plácido sueño.
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