domingo, 28 de agosto de 2016

El sastre


El invierno llegó. Recordaba el sastre que aquella mujer de porcelana jugaba con un cigarrillo mentolado en la comisura de los labios. Llevaba años perdido en la sensación de deriva desde que llegara a la ciudad y entrara a trabajar en la sastrería. Se decía que algún día crearía su propio negocio: era conocida su destreza para adornar el cuerpo femenino. Y, acostumbrado a ver mujeres de mundo, elegantes y cuidadas, a quienes tomaba medidas con seguridad, se mostró sorprendido ante aquella dama. Amaneció entre ellos una sincronía a primera vista, en lo que parecía un encuentro largamente esperado. Sintió Guillermo que volvía a tocar el suelo con los pies, y, de repente, el impulso le llevó a sentir su cabello entre las manos. Nunca se había atrevido a cruzar la frontera del deseo con sus clientas, y sin embargo.

 Embargado de pasión, fue quitando las piezas del vestido de su cuerpo, acariciando las formas de su piel suave. Pensó, viéndola como vino al mundo, tras el arrebato de la pasión y con una copa de champán, que la carne morena que daba forma a su cuerpo, de constituidas caderas y proporcionado pecho, descubría la verdadera belleza que sugerían los vestidos que, habitualmente, cubrían cuerpos de clientas que, como ella, algún día encontraron la  suerte del deseo. Poco después, se dijo, creó una sastrería propia, a la que acudían mujeres sabiendo que no ofrecía ni abrigos de piel, ni largas bufandas. Quizá sí algún guante ligero, pero, sobre todo, aquel tipo de vestido, quizá para una ocasión señalada, que invitaba a una vida efímera, desaparecer para reivindicar la conquista de la esencial belleza femenina.

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