Un hombre, bastante entrado en kilos, de mediana estatura,
permanece quieto en la puerta de una pastelería. Sus compañeros han accedido en
busca de algo que endulce su tarde. Si tuviera ojos en la espalda, pues no les
da la cara, les vería riendo y charlando: demorándose en un momento feliz. Él
parece imperturbable.
Al rato, uno de los
compañeros, femenina charlatana, sale en su compañía y empieza a hacerle algún
que otro comentario. Él, responde educado pero escueto, volviendo a su
silencio. Quizá ella se pregunte qué pasa por la mente de este hombretón, o
crea que le falta un hervor. Lo cierto es que, tras unas intentonas, se le
acaban los recursos y desiste: vuelve, ella sí, su mirada hacia el interior de
la pastelería, entreteniéndose en los enredos de sus compañeros y, cuando finalmente
le va a avisar de que ya salen, este ha
desaparecido. Alza ella la mirada para observar con panorámica y lo detecta, de
extrañado sopetón, hablando con un repartidor que se ha detenido a la salida de
unos ultramarinos: escruta ella, en busca de averiguar qué clase de cosas
pueden alterar el hierático estado del caballerote, y ve que se ha acercado
para indicarle, simplemente, que le ha
caído la bandolera al suelo. Hace gala de una humildad que sí le conocían, al
menos.
Finalmente, se reencuentran todos los compañeros: los unos
con su plática y su pastel, la otra con sus interrogantes y, el último, con una
mirada que habla de profundas respuestas y renuncias mundanales: es un tipo
circunspecto, qué duda cabe.
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