domingo, 19 de julio de 2015

La entrada del cielo


Ojos cansados, de una vida que ya empieza a susurrar que se desvanece. Un cuerpo lánguido que hace repaso de su vida tendido sobre la cama. Una familiar le trae caldos reconstituyentes que consume haciendo esfuerzos. Intercambian miradas, la elocuencia en la mirada de la anciana quiere dar un claro mensaje de despedida. Pierde las energías, la familiar abraza el cuenco, lo último que tocó el ánimo de la difunta. Mira a través de los pequeños huecos de una persiana bajada, apenas logra percibir un leve brillo. Sin embargo, sabe que allí fuera es pleno día. Se enjuga las lágrimas, sale del dormitorio aún abrazada al cuenco, fuerte en su voluntad de recordarla en su última exhalación, y deja los temas de mortaja en manos del médico, que entra a dar fe de la defunción una vez ha captado el mensaje en la actitud resignada de la familiar que camina hacia la cocina, lava el cuenco con lentitud y dedicación y lo deja a secar. Desde allí, puede ella ver la plena luz del día cuyo brillo apenas percibió junto a la difunta. Sale a la terraza, mira en lontananza, agacha la mirada y, risueña, ve a unos niños jugando. Sopesa si quedarse a ver el circo del eterno velatorio. Mira a lo alto, al cielo, y queda deslumbrada. En su momentánea ceguera, recibe la elocuencia. Y atraviesa la sala, mira al médico que ha regresado agitado al salón y recibe su cómplice asentimiento para salir a airearse. El asfalto, en la calle, la devuelve al mundo: había estado acompañando a alguien a la entrada del cielo, recuerda. Y sonríe. 

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