Ojos cansados, de una vida que ya empieza a susurrar que se
desvanece. Un cuerpo lánguido que hace repaso de su vida tendido sobre la cama.
Una familiar le trae caldos reconstituyentes que consume haciendo esfuerzos.
Intercambian miradas, la elocuencia en la mirada de la anciana quiere dar un
claro mensaje de despedida. Pierde las energías, la familiar abraza el cuenco,
lo último que tocó el ánimo de la difunta. Mira a través de los pequeños huecos
de una persiana bajada, apenas logra percibir un leve brillo. Sin embargo, sabe
que allí fuera es pleno día. Se enjuga las lágrimas, sale del dormitorio aún
abrazada al cuenco, fuerte en su voluntad de recordarla en su última exhalación,
y deja los temas de mortaja en manos del médico, que entra a dar fe de la
defunción una vez ha captado el mensaje en la actitud resignada de la familiar
que camina hacia la cocina, lava el cuenco con lentitud y dedicación y lo deja
a secar. Desde allí, puede ella ver la plena luz del día cuyo brillo apenas
percibió junto a la difunta. Sale a la terraza, mira en lontananza, agacha la
mirada y, risueña, ve a unos niños jugando. Sopesa si quedarse a ver el circo
del eterno velatorio. Mira a lo alto, al cielo, y queda deslumbrada. En su
momentánea ceguera, recibe la elocuencia. Y atraviesa la sala, mira al médico
que ha regresado agitado al salón y recibe su cómplice asentimiento para salir
a airearse. El asfalto, en la calle, la devuelve al mundo: había estado
acompañando a alguien a la entrada del cielo, recuerda. Y sonríe.
Bonita despedida...
ResponderEliminarMuchas gracias, Carmela. Fue un texto escrito con la imaginación y el sentimiento. Un abrazo.
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