Me dijeron que no fuera a un concierto en vivo, de los que
empiezan a las diez de la noche con un gentío ya borracho. Me dijeron en la
chula tienda de música que comprara el álbum y lo escuchara tranquilamente en
casa. Volví al hogar con una sonrisa dibujada en la cara y el peso ligero del
CD en la bandolera.
Comí un poco de queso camembert acompañado de pan con tomate
y una copita de vino: ya empezaba a hacerse de noche. Recargadas las energías,
me puse el álbum en el equipo de música y empecé a evocar los inesperados
tiempos de reencuentros. Viejas amistades aparentemente truncadas, los dos
habíamos seguido nuestra vocación por caminos diferentes. Él, recordaba, era
letrista de música, poeta y estudioso de las costumbres hispanas en el S. XVI;
yo, me mantenía con un humilde empleo de dependiente en una tienda de ropa y
escribía obras de teatro en noches insomnes.
Nada me hubiera hecho pensar que, pasados quince años,
después de haber escapado yo, desengañado y hasta hastiado de aquella ciudad
sin futuro buscando otras latitudes, nos encontraríamos en la terraza de un
café a media tarde de un sábado, cada uno con su caña y la mirada absorta en la
fauna urbana transeúnte, en busca, nos reímos después al revelársenos aquella
perenne coincidencia de caracteres, de historias que contar. Apuramos varias
cervezas a lo largo de la noche, recordamos a Leo y a su perro, y empezamos a
desgranar lo que cada uno había podido averiguar de las vidas de los demás
gigantes de nuestra promoción. Qué fue de María con sus medias coloristas cuando, los
jueves, le tocaba cantar en un bar del barrio canciones de Chavela; de José,
con su pluma de tinta azul escribiendo versos tras una copa de whisky con hielo
mientras los demás bailábamos al son de rockera música nacional; o de Nuria,
con su carrera por gastarse el sueldo en cafés que la pusieran a tono. El uno
se había casado, la otra, se decía, se había ido a México y allí cantaba en un
garito. José, dejó el whisky y se llevó la pluma y sus versos tras una cubana a
La Habana… Todos, unidos en aquella época, revivíamos de nuevo en una feliz
reunión a través de la conversación de aquella tarde con mi entrañable Juan. Y,
sin embargo, el cabrón un día volvió a desaparecer con una rubia. Esta vez no
era de Alcalá de Henares, el tío se había adaptado a los tiempos y engatusó a
una rusa jovencita. Yo, en un repente, reaccioné con una noche disparada con
una copa de aguardiente y escritura desenfrenada, de nuevo en la soledad del
creador.
Y el álbum llegó a su fin: me dijo en otra ocasión un
músico que no hay que buscar una concentración racional en la melodía, sino
dejarse llevar por la fuerza de esta hacia la evocación.
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