Una vida a salto de mata, de las cálidas costas del levante
al lluvioso norte gallego. Llega un momento, al llegar con su Harley a
Finisterre, tras comer unas ostras en un chulo restaurante, en que siente que,
pese a que el mundo sigue dando vueltas y vueltas, él toca tierra firme. Justo
en el límite, de lo infinito, firme, sí. Se sube a la roca, acercándose un poco
al borde. Su chupa de cuero desabrochada, le entra todo el aire, fresco,
llegado a la costa de la aventura atlántica. Mira a lo lejos, respira profundo:
la línea del horizonte azul. Tras calarse las gafas, saca el paquete de tabaco
y lo mira con un definitivo desdén: la mano fuerte y grande lo estruja y dice
vida por fin. Allí donde creyó la Historia que se acababa la tierra, surge el
instinto en ese indomado motero de echar raíces. La Harley ruge, se coloca el
casco y, las gafas caladas, se acerca al centro del pueblo. Aparca junto a un
edificio de cuatro plantas, fachada blanca, y, tras quitarse las gafas de sol,
afina la vista para ver, a través de la ventana del primero, una luz encendida.
Sus botas suben las escaleras, llama a la puerta y, en el umbral, Rosalía
identifica con un hormigueo intenso en el cuerpo que la despierta de golpe al
padre, ahora canoso. Al fondo, Laura alza la vista con curiosa despreocupación.
Los ojos marrones de ella se cruzan firmes con la mirada profunda y directa en
los ojos marinos de Antonio. Cae un jarrón al suelo y se hace el silencio.
Luego, las botas negras entran en el hogar, dejando el petate sobre la silla de
mimbre junto a la entrada. Con la chica siguiéndole los pasos, se acerca a la
mujer y, finalmente, ella da un paso al frente para reunirse con él y fundirse
en un profundo abrazo.
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