En la Plaza de
la Paloma vieron como el atardecer tranquilo desde una terraza con estufas daba
paso a la feliz noche de sábado, entre amigos sonrientes y amantes de mirada
lasciva. Esta plaza tuvo como nombre hasta hace relativamente poco el de Plaza
del Doctor Bosquejo, en honor al médico que dedicó su vida a cuidar de
tuberculosos en la ciudad. Un día, hablando Margarita en esta misma terraza con
algunos de estos mismos amigos pero con otro amante, mientras se refería a la
tuberculosis contraída por el escritor praguense Franz Kafka, vio una paloma
posarse en el suelo ajardinado junto al sauce que braceaba siguiendo la ligera
brisa y fue abordada por un hombre toxicómano. El individuo se mostró humilde,
honesto y amable, y ella no supo qué leches estaba haciendo, de repente,
hablando con el falso infierno cuando instantes antes estaba loando a un
profeta de las letras. No salió de su estupefacción porque el toxicómano no
salía de su conversación gentil, como si aquello fuera lo único que deseara:
empatía con el otro, la natural charla callejera a que tan acostumbrados nos
tenía nuestra infancia. Ella empezó a sentirse cómoda, el hombre se animó y el
grupo que había sentado a la mesa reaccionó felizmente extrañado al dejarle un
sitio a aquel macarrilla de porte clásico. No en vano, habían pasado años de
solidaridad aparente, que si un saludo o un favor a alguien cercano; pero nada
tan genuino, tan real, como que un grupo de gente con formación superior dejase
a un lado su pedantería y volviese a tocar el suelo con los pies. Y qué reales
se sintieron por fin, ante un despertar a la cercanía y el cobijo fraternal.
Supieron que aquel hombre salía de un centro de rehabilitación que habían
abierto en el edificio más alto de los que abrazaban la plaza, aquel que, en sus
años de estudiante, Margarita viera bajo el rótulo de Tejidos Pérez. El recién
llegado era un individuo de mediana estatura, cabello albino y vestía camisa blanca
y prendas vaqueras, y llegada cierta confianza con las copas del anochecer para
unos y el vasito de agua para el albino, ella sintió una contradicción entre el
pudor y la atracción. Las miradas del caballero eran elocuentes en su brillo y
la virgen silente que pronto dejaría de serlo camuflaba su sonrojo. Un día al
atardecer, llegó un hombre de la mano de una paloma posada en la hierba bajo un
sauce. Ella diría que fue el milagro que debía hacerla entrar en la vida, y
bautizó el lugar… como Plaza de la Paloma.
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