sábado, 21 de febrero de 2015

La Plaza de la Paloma


En la Plaza de la Paloma vieron como el atardecer tranquilo desde una terraza con estufas daba paso a la feliz noche de sábado, entre amigos sonrientes y amantes de mirada lasciva. Esta plaza tuvo como nombre hasta hace relativamente poco el de Plaza del Doctor Bosquejo, en honor al médico que dedicó su vida a cuidar de tuberculosos en la ciudad. Un día, hablando Margarita en esta misma terraza con algunos de estos mismos amigos pero con otro amante, mientras se refería a la tuberculosis contraída por el escritor praguense Franz Kafka, vio una paloma posarse en el suelo ajardinado junto al sauce que braceaba siguiendo la ligera brisa y fue abordada por un hombre toxicómano. El individuo se mostró humilde, honesto y amable, y ella no supo qué leches estaba haciendo, de repente, hablando con el falso infierno cuando instantes antes estaba loando a un profeta de las letras. No salió de su estupefacción porque el toxicómano no salía de su conversación gentil, como si aquello fuera lo único que deseara: empatía con el otro, la natural charla callejera a que tan acostumbrados nos tenía nuestra infancia. Ella empezó a sentirse cómoda, el hombre se animó y el grupo que había sentado a la mesa reaccionó felizmente extrañado al dejarle un sitio a aquel macarrilla de porte clásico. No en vano, habían pasado años de solidaridad aparente, que si un saludo o un favor a alguien cercano; pero nada tan genuino, tan real, como que un grupo de gente con formación superior dejase a un lado su pedantería y volviese a tocar el suelo con los pies. Y qué reales se sintieron por fin, ante un despertar a la cercanía y el cobijo fraternal. Supieron que aquel hombre salía de un centro de rehabilitación que habían abierto en el edificio más alto de los que abrazaban la plaza, aquel que, en sus años de estudiante, Margarita viera bajo el rótulo de Tejidos Pérez. El recién llegado era un individuo de mediana estatura, cabello albino y vestía camisa blanca y prendas vaqueras, y llegada cierta confianza con las copas del anochecer para unos y el vasito de agua para el albino, ella sintió una contradicción entre el pudor y la atracción. Las miradas del caballero eran elocuentes en su brillo y la virgen silente que pronto dejaría de serlo camuflaba su sonrojo. Un día al atardecer, llegó un hombre de la mano de una paloma posada en la hierba bajo un sauce. Ella diría que fue el milagro que debía hacerla entrar en la vida, y bautizó el lugar… como Plaza de la Paloma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario