sábado, 3 de febrero de 2018

Barcelona


Pienso en la ciudad que me ha ofrecido tantos amaneceres, tantas tardes de paseos en sus calles. He visto a turistas atiborrarse de sidra en Las Ramblas, otros embelesados por la impresión de ver las obras de Gaudí y aquellos que se adentraron en barrios cucos de la ciudad, procurando impregnarse de su ambiente. Tuve yo, también, tiempos de atracción por lo exótico en esta ciudad, producto de una visión primeriza. El paso del tiempo me invitó a ver que no sólo existía el mercado de La Boquería o el parque Güell, y que quizá se me hacía más interesante escuchar hablar a alguno de esos incesantes turistas en su idioma nativo, verlos con sus fisonomías, ropas y gestos distintivos. Me adentré en la lengua del lugar, procurando no caer en el error de catalanizar el castellano ni castellanizar el catalán y fui, así, conociendo a sus gentes, con sus diferentes hábitos. Los barrios más acomodados, los barrios humildes y aquel más cultural. Viví tiempos de armonía y tiempos de tensión. Y, dándome cuenta  de que ya ha transcurrido un buen puñado de años, creo que esta ciudad ofrece los mismos amaneceres, las mismas tardes a una persona que sigue paseando por sus calles con la mirada distraída o atenta, pero cuyos ojos ven ya desde dentro este lugar que no es tan bello como lo pintaron, ni tan oscuro como algunos lo vean hoy, pero que, indiscutiblemente, cobra su propia aura para quien logra palpitar con sus calles. Un lugar que fue desconocido, hoy me resulta conocido y del que mañana seguro me quedarán cosas por conocer.

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