Pienso en la ciudad que me ha ofrecido tantos amaneceres,
tantas tardes de paseos en sus calles. He visto a turistas atiborrarse de sidra
en Las Ramblas, otros embelesados por la impresión de ver las obras de Gaudí y
aquellos que se adentraron en barrios cucos de la ciudad, procurando
impregnarse de su ambiente. Tuve yo, también, tiempos de atracción por lo
exótico en esta ciudad, producto de una visión primeriza. El paso del tiempo me
invitó a ver que no sólo existía el mercado de La Boquería o el parque Güell, y
que quizá se me hacía más interesante escuchar hablar a alguno de esos
incesantes turistas en su idioma nativo, verlos con sus fisonomías, ropas y
gestos distintivos. Me adentré en la lengua del lugar, procurando no caer en el
error de catalanizar el castellano ni castellanizar el catalán y fui, así,
conociendo a sus gentes, con sus diferentes hábitos. Los barrios más
acomodados, los barrios humildes y aquel más cultural. Viví tiempos de armonía
y tiempos de tensión. Y, dándome cuenta
de que ya ha transcurrido un buen puñado de años, creo que esta ciudad
ofrece los mismos amaneceres, las mismas tardes a una persona que sigue
paseando por sus calles con la mirada distraída o atenta, pero cuyos ojos ven
ya desde dentro este lugar que no es tan bello como lo pintaron, ni tan oscuro
como algunos lo vean hoy, pero que, indiscutiblemente, cobra su propia aura
para quien logra palpitar con sus calles. Un lugar que fue desconocido, hoy me
resulta conocido y del que mañana seguro me quedarán cosas por conocer.
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