Permanezco tumbado en la acera húmeda de la principal avenida
de esta ciudad, cansado. De hecho, empiezo a sentirme exhausto: días de no
parar que suponen el colofón a una vida que ha ido desdibujando su sentido.
Tomo conciencia de que, los últimos años, han sido un trayecto de paulatino
alejamiento de mis estímulos vitales, de aquello que en un tiempo fui cociendo
en mi interior, un día se manifestó como el particular modo de vida que deseaba
para mí y, otro día muy concreto en mi recuerdo, supuso el pistoletazo de
salida en busca de su consecución. Pasado el tiempo, llegué a sentirme henchido
de felicidad, satisfecho de mis logros materiales, afectivos y espirituales.
Sin embargo, un día la persecución de aquellos sueños que se
iban convirtiendo en obras de mi vida se topó con el cansino realismo. Fue,
quizá, un momento de debilidad. Me cogió en una época floja. Desde entonces,
asumí mi vida con una noción más apaciguada de responsabilidad. La asfixia
continua y progresiva del día a día rutinario en atención al objetivo de un
salario estable, una mujer dócil amante del hogar y un seguro de vida.
¡Patrañas! –pensaba mientras yacía sobre los adoquines de la
acera, empapado el cuerpo ya entero: la espalda por el suelo húmedo, la frente
por la lluvia que seguía cayendo.
Eché un vistazo: el paraguas, ya roto, a unos metros que
parecían eternos, me llevó a sumergirme en la sinfonía del recuerdo: amores en
fuga, piano inspirado, buen vino español… y, con una leve sonrisa, caí exangüe,
exponiendo ante un público inconsciente, que, al fin y al cabo, había tenido
más peso la vitalidad del sueño que el cansino realismo.
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