A ritmo de rock puro, todo es veneno, o al menos tus labios
lo parecen. Eso le advierte la canción mientras camina por la calle. El ritmo
deviene acelerado, quizá porque la intuición le ha dicho que, a veces, el azar
confluye con el destino y la señal es una premonición: tus labios son veneno.
Ha mantenido un tiempo de distancia: quería que amainase la tormenta, se
enfriase el peligro de un desliz hacia la pasión. Una intensa historia juntos,
había cabos sueltos que se debían atar tarde o temprano. Así que la música
rockera ahora ha adquirido un toque de música tradicional india norteamericana,
y se prepara para la danza de la guerra. Sí, ha entrado en calor.
Entra en el restaurante, ella está elegante, aunque algo
peripuesta. Al menos, se ha levantado de la mesa para saludarle: un cruce de
miradas y palabras calculadas. Durante la cena, los tenedores acercan el sabor
del pato y los cuchillos se unen al ambiente de guerra latente, que va
emergiendo hasta que ella empieza el ataque. Una herida de importancia cerca
del corazón, en la arteria de los sentimientos, pero nuestro hombre conserva
las energías para seguir en la lucha. Escucha en su interior el redoble de
tambores, tambores de guerra. Sí, el asalto a la fortaleza de la lengua
viperina. Se acerca, pues, a terreno ajeno para luchar: guerra dialéctica. La
asepsia emocional ha sido vencida. Llora ella, se derrumba. Él tiene la
cortesía del triunfador, pero no el error de la misericordia. Sale, liberado,
del restaurante, se venda la herida que empieza a doler en la arteria de los
sentimientos, jugando a imaginar, con el sonido callejero del tráfico y las
voces transeúntes, vital música genuina. Un rockero vencedor.
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